Todo el que me conozca minimamente sabe que adoro la trilogía de películas de “El Señor de los Anillos” de Peter Jackson. Las he visto cientos de veces cada una. También me leí el libro de “El Hobbit”, y fui de las pocas personas que defendió que, desde luego, una película era demasiado poco espacio para cubrir la totalidad de la historia a pesar de que tiene poco más de 300 páginas. Y cuando vi estrenada “Un Viaje Inesperado”, fui al cine con la sensación de empezar un nuevo ciclo, con ganas de fiarme del director australiano de cara a las tres nuevas adaptaciones. Fui de los que creyó que, con la primera parte, se cerraron, por así decirlo, muchas bocas. Pese  que muchos la criticaron por ser lenta y aburrida, era lo que se podía esperar de una más que correcta adaptación del libro. Estaba plagada de escenas de acción muy bien elaboradas (como la impecable lucha en los túneles de los trasgos) y de profundización en los personajes (la conversación entre Bilbo y Gollum es magistral). Había que entender que lo que Jackson quería, más allá de adaptar un libro, era elaborar una precuela a la trilogía original (le pese a quien le pese, el libro del Hobbit no lo es; es un historia a parte que conecta con El Señor de los Anillos sólo por la existencia del anillo y de Bilbo como protagonista). Por eso, todos los cambios que se introdujeron eran muy justificados y acertados.

Ahora, con “La Desolación de Smaug”, esperaba un peliculón en toda regla. Cuando salí del cine, mis compañeros del visionado no dudaron en calificarla de mala, y entiendo perfectamente que piensen así. Yo me limito a señalar que  esperaba que superara olgadamente a su predecesora, simplemente porque iba a abarcar las partes de la historia original a mi entender más interesantes: la estancia en la casa de Beorn, la travesía por el Bosque, la huida de la casa de los elfos oscuros, la estancia en la Ciudad del Lago y, por supuesto, la conversación entre Bilbo y el temible dragón Smaug. Y, en cierta manera, las partes que destaco son excelentes: el hogar del cambipieles es un entorno idílico e inmejorablemente tratado; las escenas dentro del bosque, con la continua sensación de pérdida, de miedo y de desubicación son una muestra perfecta del talento de Jackson; la pelea con las arañas, pese a no ser tan extensa como me esperaba, es bastante más que correcta; los elfos oscuros y su incansable intento de aislarse del mundo son perfectamente reflejados; y la incursión del hobbit en Érebor y su encuentro con la bestia es magnífico. Hasta ese momento, parecemos estar asistiendo a una cinta con un cuidado ritmo narrativo, con un detalle en el aspecto visual impecable y con cambios muy acertados respecto al libro. Además, las partes en las que Gandalf se aleja de la compañía de enanos para indagar acerca del nacimiento del “Nigromante” son perfectas y mimadas, y nos sirven de enlace continuo con la trilogía que comenzó con “La Comunidad del Anillo” (no puedo pasar sin destacar la escena en la que el mago descubre finalmente quien se encuentra tras ese sobrenombre, la mejor sin duda de todo el metraje).


Pero todo parece cambiar con respecto al tramo final. La introducción de Légolas, cuando no está presente en el libro, me resulta acertada hasta cierto punto (adorable la escena en la que el elfo “insulta” a Gimli sin ni siquiera conecerle todavía), pero la presencia de Tauriel, ese personaje inventado, es quizás uno de los fallos más presentes: no actúa todo lo bien que cabría esperar, y sus apariciones se limitan a una recreación de escenas de la primera  película de Peter Jackson en el mundo Tolkien (cuando Tauriel cura a Killi se calca prácticamente el momento en el que Arwen cura a Frodo en “La Comunidad del Anillo”). Y la lucha que los enanos entablan con Smaug en el interior de la montaña, si bien muy necesaria a pesar de no existir en el libro, se alarga demasiado y se soluciona de una manera ridícula (con “fantásticas” escenas como la de Thorin haciendo “Gold Boarding” encima de una carretilla, por no hablar de que es tremendamente chocante que el dragón decida ignorar a los enanos, a pesar de tenerlos delante, para ir a atacar la ciudad). Además, el director intercala con la trama de la Montaña Solitaria lo que ocurre en la Ciudad de Lago, que, a  mi juicio es muy poco interesante.

De cara a la próxima cinta todavía creo que esta nueva trilogía-precuela se puede salvar. De hecho, insisto en que a mí “La Desolación de Smaug” no me parece para nada una mala película; solo que cabía esperar una mejor solución de muchos de los aspectos. La lástima es que te llegas a dar cuenta de que, quizás, dos cintas hubieran sido la medida perfecta, y que se está intentando estirar la historia de manera prácticamente imposible. Para mí, ahora me es imposible construirme unas nuevas expectativas de cara a la batalla de los Cinco Ejércitos. Desde luego, es un film recomendable (no mejor pero si a la altura del resto de adaptaciones del Universo Tolkien); lo que hace que no me sienta a gusto con el resultado es que, simplemente, salí del cine decepcionado. 

No sé cómo abordar este tema. No sé cómo voy a hablar de ello. Lo que sé es que me he llevado el mayor golpe con la realidad de toda mi vida. Vivimos en una época en que la palabra crisis suena cada día en los telediarios y en la que nuestros derechos sociales se ven apaleados todos los días por un gobierno traidor y, a todas luces, ilegítimo. Todo eso es algo que se veía venir. Es lógico, comprensible. Es algo que molesta y causa numerosos problemas, pero no duele. Lo que hoy vengo a escribir aquí me duele en el alma. Hace un par de días, amanecimos con la desagradable sorpresa de que nuestra querida Ruta Quetzal BBVA acaba de cambiar su nombre a Ruta BBVA. Puede parecer una tontería, y seguro que muchos de los que lleguéis a leer este mensaje no podáis comprenderlo en su totalidad. Pero para un rutero, este pequeño retoque lo cambia todo.

El quetzal es un símbolo. Bajo sus alas, miles de ruteros han viajado por toda sudámerica en un viaje enriquecedor, tanto cultural como espiritualmente. Es, a todas luces, una de las mayores experiencias que una persona puede llegar a vivir en su vida. Es despertar de un sueño para encontrar otro todavía mejor. El mundo no es lo suficientemente grande para ti, y podrías recorrerlo entero sin toparte con ningún problema si te acompaña la gente adecuada. Descubrí que la selva tenía su propio lenguaje. Que puedo llegar más allá de mis límites si llevo una canción en el corazón. Que las tiendas de campaña son palacios y que el arroz con pollo es un manjar digno de reyes. Que soy feliz compartiendo lo que tengo con los que más quiero. No soy capaz de expresar lo que se siente con mejores palabras. Es libertad. Y todo eso es el quetzal. Apartarlo es una traición a esos valores que aprendías a base de esfuerzo, buenos y malos momentos y, sobre todo, alegrías.

Esto no es más que la demostración práctica de que los bancos y empresas privadas pueden hacer valer sus intereses frente a las ilusiones y los principios. El BBVA ha hablado, e insiste en que la inversión que el banco realiza para patrocinar la Ruta sigue siendo la misma, y que siguen tratando de defender con esto los valores que promueve el programa. Pero no es cierto, y eso lo sabemos todos. Porque no sólo ha concurrido un cambio de nombre (lo que deja claro que solo les importa su imagen propia) sino que las plazas europeas han desaparecido (en una reducción de 55 a 23 países participantes) y, como consecuencia, los becados también se han reducido.  Y ahora, el proceso de selección es totalmente distinto, con un breve proyecto de emprendimiento social como aspecto protagonista. Ya no hay un trabajo al que dedicar tu tiempo, algo de lo que estar orgulloso. No hay lugar para crear tu propia obra, para mimarla, para crecer y madurar mientras la construyes poco a poco. Ya no se puede presentar un trabajo artístico o histórico. El cambio ha llegado como una demoledora para arremeter contra los pilares de algo que todos considerábamos casi perfecto. ¿Dónde queda ahora el intercambio de culturas? ¿Dónde queda ahora la aventura, la expedición y la adrenalina? ¿Dónde queda el conocimiento, la  sabiduría, la curiosidad? ¿Dónde quedan los valores que tantísimo se pregonan a viva voz?

No me malinterpreten: el cambio de nombre ha dolido, pero no ha sido más que la gota que ha colmado el vaso. Yo ya viví mi aventura. Pero no dejo de pensar en todos aquellos que verán destruidas automáticamente sus ilusiones, sus sueños de pertenecer a esta gran comunidad reunida en el símbolo del quetzal. De sentir y comprender las enseñanzas que te otorga esta experiencia. Puede que decir estas palabras me hiera, pero esto ya no es la Ruta Quetzal. Lo que verdaderamente hace daño, es ver que algo que me ha cambiado y definido tanto como persona se derrumba. Lo único que me consuela es que, por muchos cambios que introduzca BBVA, y por muchos comunicados oficiales de la administración que nos quieran hacer tragar, tengo algo completamente asimilado: Siempre seré un quetzal.


Yo soy alguien que muchas veces ha admitido, gritado y defendido (causando muchos cabreos entre mis conocidos y amigos) que la búsqueda de algo diferente, que intente escapar de lo que mucha gente llama “mainstream” o convencional no es motivo suficiente de admiración. Es decir, que lo diferente o raro no es siempre bueno. Muchos me han dicho “Anda, vete a ver A Todo Gas y deja en paz a los que disfrutamos del verdadero cine”. Sin embargo, yo sigo teniendo la entereza para afirmar que Indiana Jones y el Reino de la Calavera de Cristal es mejor (para mí) que Carretera Perdida, por poner un ejemplo. Por eso, no sabía qué pensar o qué imagen configurar antes de ir al cine a ver  La vida de Ádele (Blue is the Warmest Color, La vie d’ Adéle, 2013). Es cierto que la premisa no es algo increíblemente innovador, pero me llamó la atención por ser, quizás, algo diferente.

Para empezar, tengo que decir que fui al cine sin tener más idea de la película que la que vi en el tráiler, y que no sabía que la historia está basada en un cómic de Julie Maroh, llamado El Azul es un Color Cálido. No tenía pues, ni idea de las discrepancias, conflictos y tensiones que se han formado entre la autora original, el director del film (Abdellatif Kechiche) y las actrices protagonistas (Adéle Exarchopoulos y Lëa Seydoux). Así que pasaré radicalmente de las mismas para centrarme en lo que vi en la pantalla.

Un amigo mío, muy suyo para el cine como descubrí  ayer durante la sesión, sostenía que el director hace un uso tan exagerado de los primeros planos que incluso llega a dar asco. No puedo estar más en desacuerdo. Sin esos primeros planos, la película no tendría sentido. El director no deja que nos perdamos nada. Vemos las lágrimas, las miradas, las sonrisas leves e incluso los mocos fruto de la tristeza. Sin entrar en su mente, sabemos todo lo que ronda la cabeza de Ádele gracias a las expresiones de su rostro. Y lo mismo con el misterioso personaje de Emma. Es una película de carácter intimista, que se basa en la fuerza de las relaciones de los personajes. Y eso es uno de los puntos que Kechiche ha sabido captar con maestría. La clave está en presentar el mundo de Adéle (de ahí las imágenes de rutina: la noche, las comidas, el instituto…) y después reformarlo con la llegada de Emma, y para eso hay que captar todos los detalles.

De igual manera, construye la relación de una forma increíble. Tanto psicológica como físicamente. Ese es otro de los factores conflictivos de la película. ¿Demasiadas escenas de sexo? ¿Demasiado explícito?  Yo creo que no.  Mientras que en otras obras las escenas sobran o no tienen importancia para la historia, aquí sirven para poder afirmar constantemente la fuerza de la relación amorosa, lo que te hace depender de ella y preocuparse por su estado. Vamos, el objetivo que tiene el film.


Otro punto muy favorable es la puesta en escena. En este aspecto no se puede sacar fallo alguno. Está mimadamente cuidada. El uso de los colores (evidentemente, el azul  por encima de todo) es extremadamente correcto, y el film está repleto de detalles. Por ejemplo,  la escena de la fiesta de Adéle y Emma, en la que los personajes de una película  clásica, que se está emitiendo en una pantalla de fondo, transmiten los sentimientos de las protagonistas, que no dejan de mirarse es, simplemente, magnífica.

A niveles generales; es una de esas películas que te dejan, por decirlo de alguna manera, reflexionando. Decir que la dirección es correcta es quedarse corto; las actrices hacen a mi entender todo un papelón, y la puesta en escena es la más adecuada para la historia. Sólo he podido sacar dos fallos: El primero, que la última hora de la película se alarga quizás demasiado (no es nada exagerado). El segundo, que la pantalla fundiera a negro y pusiera “Fin de los Capítulos 1 & 2”. Sin más, y sin avisar. La historia queda sin terminar, y en ningún lugar se había advertido de que se trataba de un primer acercamiento. Además, la segunda parte está totalmente en el aire (las actrices echan pestes del director, y la autora parece no estar contenta con el resultado de la adaptación). Lo único que puedo terminar diciendo es que, después de verla, me estoy planteando seriamente adquirir la novela gráfica original. Y eso dice mucho a favor de la película. 

CALIFICACIÓN: 8/10

Siempre había visto, al pasar por el edificio 15 de nuestra querida Charles the Third, que una sucursal del banco Santander estaba colocada tan campante, debajo de las aulas y justo en frente de un Corte Inglés Viajes. Si, siempre me había parecido mal. ¿Que pinta un banco situado, no cerca del campus, ni siquiera dentro, si no en el mismo corazón de uno de los edificios de una universidad pública? Pero lo había dejado pasar. Oye, ¿que se le va hacer?

Sin embargo, hoy me he enfado, porque ciertamente, manda huevos. Imaginen. Viéndome en la necesidad de pedir un certificado de MIS PROPIAS CALIFICACIONES del curso pasado para poder rellenar una beca (de la que espero conseguir dinero para pagar mis estudios) me encuentro con la brillante sorpresa de que debo pagar 27 euros a modo de tasa para que me envíen el dichoso papelito. Y ¡que sorpresa! debía de abonarlo en un Bankia o... adivinen... sí, en el Santander. Nunca me he sentido tan mal en mi estancia en la universidad. Sentado allí, mientras la tipa de la sucursal cogía un abonaré con el emblema de "la pública diferencia" y me lo sellaba con total naturalidad mientras guardaba mi dinero. 

Y dirán: bah, ¡sólo son 27 euros! Y que queréis que os diga. Ahora son 27. A la hora de hacer por MI MISMO en el soporte en línea mi propia matrícula, pago 7 euros por "gastos de gestión". Y un poco de aquí y un poco de allí... da para reflexionar. Porque vale, te cagas en todo, pagas y ya está. Pero no. Ahora no me dejan pedir, por ejemplo, una beca a la excelencia el año que viene, saque un 8,5 un 10 o un 25, dado que el año pasado me quedé a 0,4 décimas de lo establecido. Y así. 

Y, siendo sincero, yo no soy el que se preocupa en mi casa por la economía. Casi que uno, si no se ocupa de la gestión de una familia, lo ve como ese momento en el que juegas una partida del monopoly, te queda poco dinero y tienes que pasar por una calle reventada de hoteles. Pero a lo bestia. Pero os aseguro que ver llorar a familiares a los que quieres y aprecias desde lo más profundo... no es de agrado. Y con todo esto que viene, con la posibilidad de que un día me sea imposible pagar una matrícula (y lo que queda, porque seremos más gilipollas todavía votando al PP otra vez) me siento con el derecho de enfadarme, cabrearme y cagarme en todo. Y me da igual ya que se me diga lo que sea. Díganme populista, irrespetuoso, imbécil. Pero a mi solo me queda afirmar, y no me arrepiento, que Wert es un hijo de puta y que Rajoy y su gobierno son unos hijos de puta. Que la banca al completo está llena de hijos de puta. Que todos los lameculos que tanto están ensuciando el mundo periodístico son unos hijos de puta. Y que Rubalcaba, yendo ahora de opositor chupiguay que va a arreglarlo todo en cuanto los españoles le den una oportunidad al PSOE, también es un hijo de puta. Y ahora denunciénme si les sale de los mismísimos redondos. Que os jodan. 

Advertencia: Contiene Spolers de "Breaking Bad"

“Guess I got what I deserved, 
Kept you waiting there too long, my love, 
All that time without a word
Didn’t know you’d think that I’d forget 
o I’d regret the special love I had for you, my baby blue”



Los acordes empiezan a sonar y el corazón se nos para. Walter White, o mejor dicho, Heisenberg, reposa en el suelo de su amado laboratorio, con su camisa manchada de sangre. Y se acabó. Fin de la historia. Era el final que cabía esperar. No podía ser de otra manera. El hombre, el gran cocinero, no podía permanecer en este mundo, porque no merecía vivir, pero tampoco abandonarlo sin llevarse su pequeño trocito de victoria personal. “Lo hice por mí” le confiesa lo poco que queda del padre, del químico, del capo, a Skyler, a modo de despedida. “Me gustó. Era bueno en ello. Me sentía… vivo”.  Todos sabemos que Walter es el perfecto ejemplo de la corrupción personal, el paradigma de lo que pasa cuando bailas con el mal con la esperanza de salir ileso. Pero sin duda alguna, Walter es rebeldía. Es libertad. Y por eso nos encantaba. Todos hemos soñado romper con las cadenas que nos atan a nuestra vida; pasar deslizándose sobre todo. Romper la barrera de la moral, de la sociedad y sus condiciones. Eso era Heisenberg en su plenitud. Por lo menos para mí.

El maestro, cuando ve que todo se derrumba, solo le queda permanecer de pie y aceptar, por una vez, las consecuencias. No hizo todo esto por la familia. No desde hace mucho tiempo. El último recurso que le queda es afrontar la realidad y tratar de ajustar cuentas de la mejor manera posible. Y lo hace a su manera; a la manera del genio. Lo deja todo atado y colocado, y solo espera a que su plan se desarrolle tal y como él lo ha ideado. Es el director que prepara la puesta en escena del guion. A la vez, es el actor protagonista. Domina la mentira con una facilidad pasmosa, y la usa como parte de él para conseguir sus objetivos. Toca los hilos y coloca los efectos especiales necesarios y voilà. ¡Pam! Consigue que el miedo le entregue a Elliot y Gretchen en bandeja con sólo dos láseres. Con Badger y con Skinny Pete, que no dejan de ser nada más que herramientas. Se despide de su mujer, situándose a un par de metros de ella que en realidad parecen kilómetros, de su hija, y desde la distancia, de su hijo. Prepara sus cartas y marcha hacia la batalla, sabiendo que no hay escape, y que no le queda, ni quiere, otra salida que la de morir en pie o ser capturado.



“Dilo. ¡Di que quieres esto! ¡No haré nada hasta que te escuche decirlo!” le reclama Jesse a esa figura que ha sido como un padre para él, pero que en vez de guiarlo se ha aprovechado día tras día, absorbiéndolo y usándolo como una pieza más de sus juegos; destrozando su vida en su imparable ascenso, en su obsesión por romper barreras. Cuando Walter, pretendiéndolo usar una vez más, admite buscar la muerte, su compañero de andanzas deja la pistola en el suelo y le grita “¡Pues hazlo tú mismo!”. Con estas pocas palabras, Jesse consigue por fin cortar sus ataduras con Heisenberg. El jefe se muere (aunque es curioso y, a la par, comprensible, que lo haga por intentar salvar a su joven ayudante), y él al fin ha conseguido desobedecer. Si, movido por la furia, hubiera presionado el gatillo, “el diablo” (5x11, Perro Rabioso) habría ganado de nuevo y se habría salido con la suya. Al cien por cien.  En lugar de eso se marcha, huye del mundo en el que se ha visto obligado a vivir y vive, tal y como se merecía su personaje tras tanto dolor y sufrimiento.

Y cuando todo por fin acaba, el cocinero se acerca al verdadero amor de su vida: el laboratorio. Mira, con una ternura casi paternal, a las máquinas que le permitían antaño hacer su magia; sujeta su máscara y la mira con tanto cariño que casi parece desear ponerse a cocinar mientras espera la llegada de la policía. Es lo único que queda del imperio que tanto empeño y que con tanto cuidado construyó. Los nazis están muertos, Todd está muerto (en una maravillosa y necesaria dosis de venganza por parte de Jesse) y Lydia era la receptora del ricino. La meta azul es su marca, su hija, su legado. Y morirá con él, porque así lo quiere. Es una muestra más de su orgullo.



Cuando, una vez más y como tantas veces, vemos las palabras “Executive Producer: Vince Gilligan” aparecer en la pantalla, nos damos cuenta de que es el final. El final de algo maravilloso, a lo que apenas se le puede sacar fallos en el transcurso de 62 espectaculares episodios. Es algo tan transformador como la propia metamorfosis que relata la serie. Desde el profesor de química sometido hasta el criminal liberado. Hemos estado allí, observando un proceso perfectamente explicado y comprensible, pero también apasionador y fantástico. Ahora, en el suelo, en una escena tan parecida a la de su enloquecimiento en el sótano (4x11, Espacio del Arrastre), pero con un tono totalmente diferente, acaba la vida de Heisenberg; la de Walter H. White acabó hace mucho tiempo.




“Sólo llévame a casa; Yo me encargaré del resto”

El sol golpea fuerte desde las alturas de un cielo puramente azulado. Las aguas marrones del río corren sin parar desde el principio al fin de la película. La tierra, las hojas, el barro… Todo nos transmite, casi como si nos introdujéramos en la misma película gracias a extrañas artes de brujería, el ambiente propio de Arkansas, del Estados Unidos sureño que tantas veces se ha recreado en el cine. Ese es el principal punto fuerte de Mud; su cuidada fotografía consigue crear un estupendo ambiente en el que desarrollar una historia. Apenas necesita recurrir a la música (escasa y basada en suaves canciones de guitarra) para construir su escenario. En ocasiones, el lenguaje audiovisual puede conseguir que amemos, sin llegar a pisarlos, lugares y tierras nuevas para nosotros. Ya lo consiguen con sus magistrales planos el bueno de Vince Gilligan, que logra que sintamos especial pasión por los extensos desiertos de Nuevo México, o  David Benioff y Daniel B. Weiss con su espectacular retrato de la Fortaleza Roja. Jeff Nichols sigue el mismo camino; el problema es que, en un determinado momento, se detiene.

Sí, no deja de ser interesante el supuesto que plantea la película; un extraño fugitivo aparece en una isla prácticamente desierta, y se lucra de la ayuda de un par de niños para reconstruir un bote y tratar de escapar con la persona a la que ama. Tiene fuerza, y el director consigue, además, añadir un poderoso ámbito visual que te hace vivir la historia. Sin embargo, el tratamiento del relato parece empequeñecerse. El argumento avanza de manera exageradamente lenta.  “Si, claro, es para que progrese el carácter de los personajes”. Lo sé, la historia se basa precisamente en eso: El protagonista, Ellis (Tye Sheridan), va a sufrir una evolución sentimental gracias a Mud (Matthew McConaughey) que lleva un precioso tiempo retratar. El motor principal de la historia es el tema del amor y cómo esa energía afecta al elenco de personajes. Pero al centrarse en tratar de “contar” y “explicar”, la narración deja de “sentir”. La potencia que consigue al inicio decae a lo largo de la en exceso larga película, y no se recupera prácticamente hasta el final, casi de la misma manera que ocurre con el anterior proyecto del director, “Take Shelter” (2011) que parece querer explicar muy racionalmente lo que en principio surge de la locura de su protagonista. 


Ahora bien; pese a que me oponga radicalmente a la postura pausada de tratar el argumento, no puedo dejar de recomendar la cinta. No nos encontramos ante una joya del cine, por lo menos no como yo las veo, pero es, sin duda, una película muy interesante. McConaughey es capaz de captar la esencia de un personaje que, pese a recorrer un esquema muy habitual y recurrido, es algo diferente. Mud es altanero, quizás hasta chulesco en ciertos momentos: representa al típico “rebelde”. Aun así, muchas de las acciones que realiza a lo largo de la trama chocan de manera directa con su rol, ofreciendo una riqueza que el actor ha sido muy capaz de potenciar. Se complementa de manera perfecta con los dos niños (Ellis interpretado por Sheridan y Neckbone por Jacob Lofland), que se alejan muy gratamente de la inmensa mayoría de actuaciones infantiles del cine actual, que hasta rayan en lo ridículo.


                                     



En definitiva, es una pena que el para mi gusto demasiado lento y pausado ritmo de la película pueda alejar al espectador de su visionado. Es evidente que no nos encontramos ante un blockbuster, ni siquiera ante una aventura de acción. Quiere socavar y observar los sentimientos de sus personajes, pero no consigue dar con la clave para construir un relato ágil que vaya a la altura de las excelentes interpretaciones de los actores participantes y del espectacular ambiente visual. Pudiendo destacar gracias a su atractiva historia (como he dicho, “habitual pero, en cierta manera, diferente”) su principal fallo es precisamente que no destaca, que se queda en una interesante trama de amor desde una visión distinta, pero mal relatada. “Mud” es bonita, es interesante. Pero no es lo que promete. 

CALIFICACIÓN: 6/10

Hoy en día, es muy difícil no estar enterados de la más destacada actualidad política de nuestro país. Un señor desconocido hasta hace bien poco por la inmensa mayoría de la sociedad ha sido pillado con las manos en la masa. Millones de euros en cuentas suizas cuyo origen es todavía desconocido o, cuanto menos, dudoso. Por otro lado, (presuntamente) el gobierno de un país tiembla ante la posibilidad de que lo que hasta ahora ha permanecido bien escondido y guardado, salga a la luz. A pie de calle, podemos escuchar todo un abanico de opiniones. Desde la clásica “¡gobierno dimisión!” hasta una apuesta por la fiabilidad del ejecutivo. Es curioso ver como evoluciona la opinión social. Bárcenas, antes delincuente y ladrón, se hace, poco a poco, con el favor de la sociedad al dedicarse al “tirar de la manta” como medio para alcanzar su venganza. Y, por el contrario, la opinión que se quiere imponer desde las altas esferas es totalmente contraria: el extesorero contaba antes con el favor del gobierno y ahora es un delicuente. Al margen de estas dos fuerzas, encontramos a los medios de comunicación. Llegué a escuchar una vez, en uno de los debates de LaSextaNoche, que uno de los grandes “genios” del programa (no recuerdo si se trataba de Paco Marhuenda o de Alfonso Rojo) aseguraba que los medios forman parte de la izquierda.

Cada vez con más frecuencia (o eso me parece a mi) surgen voces que tratan de acallar totalmente los rumores (y más que rumores) que se publican sobre el “Caso Bárcenas”. “Por ahora no hay pruebas” dicen. “Estamos dando credibilidad a un delincuente” comentan. Son los mismos que tienen la desfachatez de denominarse a si mismos como “Periodistas”. No digo que no se pueda tener una ideología de derechas. Está claro que cada individuo tiene su propia mentalidad (gracias a dios). Sin embargo, la actividad de un periodista se basa en cuestionarse absolutamente todo. Más incluso si procede de una fuente gubernamental. ¿No es el periodismo un instrumento de garantía democrática? Si aceptamos a ojos cerrados lo que nos quieren hacer creer, no hacemos periodismo. Hacemos propaganda. Y de la mala. Lo que muchos intentan hacer, en vez de tratar de esclarecer, por todas las vías posibles, la situación que está haciendo temblar a España, es buscar argumentos para defender al Gobierno. Algo que se podría perdonar si los argumentos empleados fueran correctos, estudiados y defendidos mediante una sólida base. Pero se reducen a un muy triste conjunto de insultos y en definitiva, memeces. Oír en un supuesto debate de expertos cosas como “Vete a la Habana, comunista” o “A ti te gustaría un régimen castrista, ¿verdad?” es una vergüenza. Y que actualmente grandes puestos editoriales de periódicos españoles se limiten a emplear el “Y tú más” para defender lo indefendible, también.


Aquí en ningún momento he tratado de opinar acerca de la situación del caso (poco puede añadir mi visión personal). Intento reflexionar acerca de la manera de hacer periodismo. Y opinar que, se tenga la ideología que se tenga, un Presidente del Gobierno no tiene por qué defenderse públicamente, es absurdo. Eso es lo que daña la imagen social del periodismo. Eso es lo que daña a los verdaderos profesionales, o a los que actualmente tratan de estudiar la profesión.  


Existe un plan de dominación mundial secreto. Todos lo sabemos. En el momento en el que tu presionas el botón de encendido de un televisor, un ente psíquico se apodera de ti y te obliga a funcionar como una máquina y a seguir los designios del querido líder. Entran en acción unos midiclorianos malignos que te borran la memoria y te convierten en un ser bobo e ignorante, como Hodor. Si ves mucho la tele, te quedarás tonto, y al tiempo morirás. Lee Crepúsculo mejor. O las memorias de José María Aznar. O escucha reggeton.

"Y una polla"

La tele no es tan mala. Maldición, ahora parece que está de moda meterse con la mal llamada caja tonta. Llevo tiempo observando cartelitos y tiras cómicas intelectuales que insisten en que la TV es lo peor de lo peor, y que debe morir. La pintan como un aparato que borra mentes y lava cerebros. ¿Alguien se lo cree? Para mí, estudiante de periodismo y comunicación, me parece que cosas así se nos van de madre. Es decir, ¿por qué existe actualmente esa maldita manía de meterse con el televisor? Es tan sólo un medio; lo importante es el mensaje. En definitiva, lo que creo que lo que nos intentan transmitir los grandes creadores y artistas que hay sueltos por Internet es que todo el contenido de la televisión es basura. Justo son los mismos que, después de hacer un alegato en defensa de la cultura libre y abandono del esclavismo al que nos somete la pequeña pantalla, se disponen a ver Breaking Bad o The Walking Dead empleando series.ly, o esos que fenecen sentados frente a las pantallas del ordenador. Es una gran hipocresía. Desde luego que hay contenidos horribles. Como los ha habido siempre. En la literatura, podemos encontrar bodrios de semejante calibre que le pueden hacer frente a Jersey Shore o Gran Hermano sin despeinarse un pelo. También en el cine se producen auténticas basuras, y en la música. Y en Internet también, cuidado, pequeños intelectuales. Pues en la televisión ocurre igual.

No nos lavan el cerebro. De hecho, un aparato como el televisor me parece, en mi humilde opinión, una muy útil forma de transmisión de cultura. Lo que muchas personas parecen haber olvidado es que muchos de los fantásticos referentes culturales que tanto adoran forman parte del extenso universo televisivo. Decir “La televisión es para borregos” mientras llevas una camiseta con la cara de Sean Bean es una incoherencia total. Por mucho que les pueda molestar, grandes ficciones como Juego de Tronos o The Big Bang Theory están diseñadas para la transmisión en televisión y adaptadas al formato que ofrece. Y por el otro lado, no faltan buenos programas informativos que se alzan como otras opciones a la consolidación mediática actual. Entonces quizás no sea tan mala ¿no? Si queremos quejarnos, hay que hacerlo con cierta propiedad. Quizás yo no sea el más adecuado para dar consejos (de hecho, soy bastante imbécil) pero hay que tener unas mínimas ideas claras. Vuelvo a insistir en lo mismo. La televisión es un medio. Un canal. Una vía. Y, en la actualidad, está viviendo un fenómeno dorado que se compensa con el apoyo de Internet. No podemos extrapolar de semejante manera, porque es hipócrita y propio de un serio déficit intelectual. Y es por eso que, si dejáis de compartir fotitos de tipo “La televisión es tremendamente mala. Que listo soy” estaría muy, muy, agradecido.

Sin embargo, habrá gente que seguirá pensando que leer “50 sombras de Grey” es mucho más cultural que ver un documental de National Geographic. 


Por motivos personales, estos días he estado haciendo un recorrido por mis más favoritas sagas de películas, series de televisión, libros y demás. Trabajando en ello, he topado con la que he denominado millones de veces como mi saga favorita: Indiana Jones. Nadie duda de la grandeza de los tres primeros films. Y también, a su vez, todo el mundo afirma sin ningún pudor que la última entrega es la basura más inmunda del universo de Steven Spilberg. Yo voy a la contra, como siempre. A mi me gustó “Indiana Jones y el Reino de la Calavera de Cristal”. Y todavía no he podido encontrar a nadie que me de razones convincentes para que me deje de gustar. Quizás me ciegue mi adoración por la figura del mítico arqueólogo, pero a mí mola.

Muchos me vienen con el cuento de que nada más empezar, la película peca de inverosimilitud. Me refiero, como no, a la escena de la nevera salvadora de la explosión nuclear. Si ese fragmento es motivo suficiente para condenar al asolado mundo de la decepción a la película entera, tengo que insistir en que las demás partes de la saga deberían acompañarla justo por el mismo motivo. No nos podemos olvidar de que, en “Raiders the Lost Ark”, se abre una caja que te derrite la cara sólo por abrir los ojos. No nos podemos olvidar de que, en “The Temple of Doom” Indy, junto con Tapón y Willie, sobreviven a una caída desde un avión sin piloto gracias una barca hinchable. No nos podemos olvidar de que Sean Connery consigue que se estrelle una avioneta a base de asustar a unos pájaros con un paraguas en “The Last Crusade”. La nevera es, simplemente, una escena más, que busca la espectacularidad y la admiración del público. Quizás no lo consiga ejerciendo el mismo nivel que sus predecesoras, pero aún así no es extraño ni se sale de la estructura de la saga. Seamos serios, la falta de credibilidad no puede ser criticada aquí. O por lo menos, sólo aquí.

Por otra parte, la película deja momentos que son absolutamente épicos, lo que consigue, en mi humilde opinión de espectador, que se salven algunas escenas que pueden parecer verdaderamente horripilantes (el momento Tarzán de Shia o la muerte de Irina Spalko, por ejemplo). Así, el momento en el que el señor Indiana recoge el sombrero del suelo y se lo pone por primera vez tras 19 años de espera hace que me corra de gusto (basto pero sincero, queridos). O, por ejemplo, la huida a través del almacén con el simpático guiño al Arca de la Alianza. Además, el regreso de caras conocidas, como la de la inigualable Marion (La mejor chica Jones hasta el momento) consigue que arrancarte un par de sonrisas recordando los momentazos de la primera entrega.

Una de las grandes quejas del público es el tema OVNIS. Dicen que no pega ni con cola. Una vez más, tengo que discernir. Si ya había explorado los misterios del cristianismo, recuperando el recipiente de las tablas de la ley y la copa del Santo Gríal, y también había tenido sus aventuras con la magia hindú (las piedras de Kalima)... ¿por qué no extraterrestres? Una de las más repasadas y analizadas “teorías mágicas” de la arqueología es la del contacto alienígena en culturas como la egipcia o la andina. Entre ellas encontramos, como no podía ser de otro modo, el curioso caso de las calaveras de cristal. Es uno de los misterios arqueológicos más recalcados. ¿Por que no iba a intentar Henry Jones Jr desentrañarlo? Además juega, como siempre, con el poder que esconden los descubrimientos que trata de conseguir. La única diferencia es que, esta vez, tenemos a la contra a los rusos y no a los nazis. Y eso da juego y frescor a la trama.

Por todo esta sarta de razones aportadas, considero que Indiana Jones 4 mola. Sin duda, no está al nivel de las anteriores, pero la disfruté como un enano. Evidentemente, como cualquier película, tiene sus fallos (Shia Labeouf como fallo personificado, o la dichosa boda. Indy no se casa. Indy es un machote, joder) pero eso no impide que la considere una digna sucesora. Así que, por favor, dejad de verter mierda.

P.D.: Estoy a favor de una quinta siempre que se le retire totalmente protagonismo al hijo pródigo del doctor Jones.


Allí estaba yo, con mi mochila verde repleta a reventar de objetos inútiles colgando de mis hombros. Pesaba demasiado, y las tiras de tela se me clavaban en la piel como si fueran correas. Crucé la entrada al recinto, flanqueado por altas vallas de hierro negro, y miré a mi alrededor, desorientado. En el centro del espacio, había un edificio grande de ladrillos de color claro, con una altura de dos o tres pisos. A su alrededor, como si se tratarse de la hierba que se amontona a la sombra de un gran árbol, se distribuía una gran cantidad de tiendas de campaña azules, irregularmente montadas. En la cercanía de los pequeños habitáculos, se encontraban cientos de jóvenes que, como yo, vestían con camisetas blancas y con pantalones marrones. Unos rebuscaban dentro de sus equipajes. Otros se sentaban en el suelo con la mirada perdida e inquieta. Algunos saludaban a sus familiares a través de los barrotes. Parecían intranquilos, y evitaban iniciar conversaciones con los demás individuos. Bajé la mirada, apesadumbrado y excesivamente nervioso. Mientras el sonido del bullicio inundaba mis oídos, andaba lentamente, a la par que clavaba la vista en mis botas limpias y pulcras y en las huellas que éstas iban dejando sobre la tierra. Las pequeñas charlas que mantuvimos durante las primeras horas eran insulsas, con falta de sentimiento. Nuestra mente aun permanecía inmóvil en nuestro hogar, junto a nuestras familias. Era evidente que teníamos medio. Miedo a lo que había fuera. Miedo a sentirnos solos. Esa misma noche, cuando observaba las estrellas que brillaban en el oscuro cielo nocturno, recordaba a mis amigos, a mis padres, a mis profesores... Me había esforzado para llegar hasta allí, pero, sin embargo, ahora sentía añoranza y temor. ¿Era eso lo que se supone que debía sentir? Hoy en día sigo sin saberlo. No podía llegar a imaginar que, en poco tiempo, esa misma bóveda celeste acogería nuestro vuelo. Aunque todavía no lo sabía, en ese preciso momento dio comienzo mi metamorfosis.

Conforme nos alejábamos de nuestros hogares, interponiendo miles de kilómetros de tierra y mar entre nosotros y nuestros seres queridos, el pánico hacia lo desconocido aumentaba en nuestros corazones. El mundo era demasiado grande, demasiado abierto, demasiado peligroso. Estábamos solos frente a él y, quizás por ese motivo, nos acercábamos los unos a los otros con la intención de apaciguar nuestro temor. Sin embargo, en aquellos momentos no éramos más que un grupo de solitarios individuos. La gran ciudad que nos recibió al bajar del avión fue una muestra más de la amplitud que ahora se abría ante mí. Mi reducido universo había crecido enormemente. El ajetreo de las calles era constante. El ir y venir de las personas que caminaban atravesando la ciudad y los saludos y gritos que se escuchaban, adornados por un acento propio muy marcado, a lo largo y ancho de las plazas y callejuelas formaban un curioso y ordenado caos. Los edificios de colores se alzaban altos, rozando algunos el cielo azul y soleado. Había también pequeñas casas de techos bajos. Los autobuses y coches que navegaban por el asfalto producían un ensordecedor ruido. Entre ellos, extraños vehículos, parecidos a bicicletas, se desplazaban a toda velocidad. La ciudad fluía, y todo se movía, para nuestro asombro, en armonía perfecta.

Con el paso de los días, nos encontrábamos cansados y aturdidos. Andábamos durante horas, y dormíamos relativamente poco. Nuestra unión comenzó a forjarse al compartir la situación, algo dificultosa, en la que todos nos encontrábamos. Día a día, nos mostraban, las maravillas que ofrecía la ciudad que nos había acogido como invitados. Cuando, por fin, abandonamos la población en un autobús con destino a nuevas rutas más salvajes, me sorprendí a mi mismo mirando por la ventanilla con una ligera sonrisa de complicidad en mi boca. Por un momento me sentí bien, y fue una sensación maravillosa. Sin embargo, se esfumó al poco tiempo, como la llama de un encendedor que se apaga al acabarse el gas que actúa como combustible. Cuando observaba alrededor y veía los rostros, algunos alegres y otros agotados, de mis compañeros, me preguntaba continuamente si ellos profesaban los mismos sentimientos. Me preocupaba. Ver lo que estaba viendo, y hacer lo que estaba haciendo formaba parte de lo que, hasta el momento, había considerado como “mi sueño”. No llegaba a comprender el motivo por el cuál, en ocasiones, sólo podía centrarme en el peso de mi mochila, en el estado de mis pies cansados o en el hambre que recorría mi estómago. Intentaba, una y otra vez, alcanzar esa felicidad que había llegado a experimentar, pero nunca lo conseguía de manera plena.

La selva nos envolvió con su manto de colores verdes, y con un penetrante aroma a tierra mojada. A nuestro alrededor, los árboles se esparcían franqueando nuestro camino. Hacía un calor húmedo y pegajoso, lo que causó que, a las pocas horas, nuestras ropas estuvieran empapadas en sudor. Si permanecíamos en silencio, podíamos llegar a escuchar la canción de la naturaleza. Los pájaros tropicales emitían bellos cantos, y las cascadas de agua lejanas ofrecían un sonido constante y relajado. Al poco tiempo, el camino empezó a a ascender notoriamente y a dejar atrás la frondosa capa verde entre la que nos habíamos abierto paso. En un determinado momento, la senda discurría en zigzag en una empinada y monótona subida que parecía no tener fin. Las vistas, desde luego, eran hermosas: desde aquella altura podíamos ver las montañas, cubiertas de una tupida y densa masa vegetal, rozando con sus cumbres el cielo soleado. Sin embargo, me sentía sin la capacidad suficiente como para asombrarme por lo que mis ojos estaban contemplando. Me faltaba la respiración y, con cada paso, las piernas se me cargaban más y más. Los hombros, cansados de sujetar el peso de la mochila, me ardían con intensidad. En la espalda se manifestaba un dolor punzante y permanente. Me detenía constantemente para intentar, con grandes aspavientos, recoger algo de aire para llevar oxígeno a mis agotados pulmones. Pude ver como muchos de los nuestros se sentaban en las lindes del camino, al límite de sus fuerzas. Algunos lloraban inconsolables. Otros apenas podían mediar palabra. Una cuestión se repetía continuamente en mi cabeza, colaborando, junto con los factores físicos, con la dificultad del recorrido. ¿Verdaderamente aquello era para mí? Por más que la daba vueltas y vueltas, no conseguía asignarle una respuesta adecuada. De nuevo, me sentí culpable, por no ser capaz de maravillarme con el mundo que me rodeaba, y egoísta, por pensar continuamente en mi cansancio y mi capacidad. Las horas pasaban lentas, más aún con el sol incidiendo sobre mi cuello. Hace tiempo que me había quedado sólo, pues muchos de mis compañeros me habían adelantado, mientras que otros habían desistido en su intento de ascender mucho tiempo atrás. Miraba al suelo fijamente mientras caminaba, escuchando el rítmico sonido de mis pasos golpeando contra la dura roca. Cuando levanté la vista, tras un largo tiempo aislado en el mundo interior de mis pensamientos, me lo encontré, unos metros más arriba.

Era un muchacho alto y grande. Una ligera sombra de barba cubría su rosto y le hacía parecer mucho mayor. Su pelo era completamente negro y corto. Su frente estaba cubierta por múltiples gotas de sudor. A su espalda, portaba dos grandes mochilas verdes. Me sonrió con alegría, y se detuvo para esperarme. Durante el resto del camino, hablamos y conversamos alegremente. Me explicó que llevaba dos mochilas como un pequeño favor hacia una chica que se encontraba al límite de sus fuerzas. Él se había ofrecido, voluntariamente, a cargar con su fardo hasta la cima. En aquel momento recuerdo que alabé su fuerza de voluntad. Como primera impresión, recibí la idea de una persona admirable, valerosa y leal. Todavía hoy, sigo creyendo que esa imagen es completamente fiel a la realidad. Sin miedo a lo que yo podría opinar, el joven me abrió en seguida sus sentimientos, explicando de manera clara y llana como se sentía respecto a la gran aventura que llevábamos viviendo desde hacía varios días. Mientras hablábamos y ascendíamos lentamente hacia la cumbre, sentía que de nuevo, esa felicidad tan intensa y puntual que había llegado a percibir en un determinado momento, me abrazaba lentamente, como si llamara tímidamente a mi puerta. La verdad es que no recuerdo las palabras que intercambiamos. Incluso podría decir que ni siquiera recuerdo exactamente que temas pudimos llegar a abordar. Solo recuerdo esa maravillosa sensación. Pronto, las murallas de piedra, alzándose como gigantes de piedra inmóviles, aparecieron frente a nosotros, sin apenas darnos cuenta. Una última y empinada cuesta nos separaba de nuestro destino. Con la respiración entrecortada y con la garganta algo dolorida, comenzamos a ascender muy despacio, animándonos el uno al otro. A nuestro alrededor, los habitantes del pequeño poblado que rodeaba el pico del monte sonreían, nos miraban con ojos humildes y caminaban junto a nosotros. Cuando por fin nuestros pies pisaron la hierba que cubría la hermosa cima, observé los valles verdes desde las alturas, distinguiendo entre los árboles el camino recorrido, largo y serpenteante. Esta vez, me sentía valiente, osado, capaz de realizar cualquier hazaña. Hasta mis oídos llegaba la música de las flautas y los tambores entonando una alegre melodía. Volví el rostro, y me sorprendí al observar que todos mis compañeros, al límite de sus fuerzas, bailaban con ímpetu, llenos de felicidad. En aquel momento no lo dudé. Hacía apenas unos minutos ni siquiera creía poder mantenerme en pie. Ahora danzaba alegremente al ritmo de las dulzainas. De nuevo, me sentía completamente afortunado. Al anochecer, las mismas estrellas que brillaron para mí al inicio de la travesía, ardían ahora con mucha más fuerza e intensidad.

A partir de entonces, veía todo con los mismos ojos, pero bajo una diferente mirada. Vi paisajes que nunca había creído que vería, y disfrutaba con cada ínfimo detalle. Era maravilloso. Sin embargo, era completamente consciente de que, sin todos los que me rodeaban, todo aquello carecía de valor. Ese miedo a lo que había fuera, a lo que pensaran los demás de mí, se había fundido. Había desparecido para dejar paso a un calor profundo. Reía, cantaba canciones alegres y hermosas con mis compañeros, andaba y fotografiaba en mi mente cada momento, cuidándolo como un tesoro. Varias pulseras, con banderas de países de todo el mundo, entrelazadas unas con otras, adornaban mi muñeca. Cada momento era único. Lo único que me preocupaba era que sabía que no dispondría del tiempo suficiente para conocer con detalle a tosas esas personas que enriquecían mi viaje. Recuerdo las alegres charlas con un cántabro realmente alocado, las conversaciones filosóficas con mi vecino del salvador, las batallas a patadas y ronquidos por las noches en la tienda de campaña con mi hermano del Perú y las largas horas de autobús en las que conversaba de cine, arte y videojuegos con aquel sorprendente individuo que era vasco e indio a la vez. Todavía se me eriza el vello cuando acuden a mi memoria las canciones infantiles con aquel valenciano repleto de arte y gracia, las ilógicas reflexiones de “mi compañero de piso” o los dibujos de un madrileño que me acompañó desde el inicio de nuestras andanzas. Lo único que ahora mismo lamento es no tener la capacidad suficiente para acordarme de todos ellos, o para mencionarlos en estas líneas.

Cuando llegó el día de la despedida, todos estábamos sentados, quietos y silenciosos, en el suelo de tierra que circundaba aquel edifico grande de dos o tres pisos de ladrillo color claro. Rodeando el recinto, las verjas de hierro negras se alzaban de nuevo. Lo que antes fueron nervios, ahora era alegría. Lo que antes había sido miedo, era ahora tristeza por la separación. La noche avanzaba triste y serena, porque todos eramos conscientes de que, al llegar la mañana, nos tocaría despedirnos. Había gente que vivía muy lejos. Otros vivían más cerca. Pero, en nuestro más interno subconsciente, todos sabíamos que nada volvería ser igual. Mi mundo, que se había ampliado al ver y conocer todo lo que aprendí, se volvió a quedar pequeño, porque esta vez sentía que nada era demasiado grande, ni demasiado dificultoso. Sentía que eramos libres, que nada nos anclaba a la tierra. Sentía que eramos capaces de recorrer el mundo si nos lo proponíamos. Y hoy, después de tanto tiempo, lo sigo sintiendo. Cuando las primeras luces del alba iluminaron nuestros entristecidos rostros, las lágrimas empezaron a resbalar lentamente por nuestras mejillas. Nos abrazábamos como si no quisiéramos soltarnos nunca más. Era una injusticia tener que separarnos después de vivir todo aquello que nos había unido tanto, y de una manera tan pura y perfecta. Uno a uno, todos mis amigos se fueron marchando, en autobuses, en coches o caminando hacia la estación de metro más cercana. Me quedé solo, aunque, personalmente, ya no me sentía así. Desde la ventanilla del coche de mis padres, eché un último vistazo al edificio y dejé volar todos mis recuerdos.

Desde entonces, invertí cada instante de mi vida en buscar una forma para volver. Quería volver a cantar sin preocupaciones, a dormir bajo las estrellas y a reírme ante los problemas que me planteara la vida. Quería que el viento me volviera a impulsar para seguir adelante, y quería escuchar de nuevo los secretos de los caminos, las selvas, los desiertos y las cataratas. En un principio, el dolor de la lejanía de esos seres a los que tanto quiero y la monotonía de mi existencia, me hacían daño. Me asemejaba a un pájaro enjaulado, que choca una y otra vez contra las rejas de su prisión. Un día normal, al levantarme y mirar el cielo gris encapotado por la ventana, la verdad acudió a mí con la rapidez de un trueno, rápida e imperceptible: retornar a ese mundo era imposible; simple y llanamente porque jamás lo había abandonado. Entonces sólo tuve que extender las alas y volar.







Nunca he sabido como realizar una presentación de un espacio personal. Quizás sea esa una de las causas que me echan para atrás a la hora de iniciar la construcción de un lugar en el que poner al alcance de todos aquellos que quieran leerme mis opiniones, ideas y relatos. La idea de fundar este blog lleva tiempo rondándome la cabeza. Incluso varias veces he empezado a redactar, con gran ilusión, una entrada de presentación al posible público que entre aquí por casualidad. Pero nunca estoy del todo convencido. Por eso, hoy he decidido sentarme frente a la pantalla y dejar fluir las palabras tratando de ser lo más sincero posible. Resulta que soy un estudiante de Periodismo y Comunicación Audiovisual en la Universidad Carlos III de Madrid. Creo que la profesión que he escogido tiene un brillante futuro, aunque será muy diferente a lo que la prensa tradicional nos tiene acostumbrados. Sin embargo, este espacio nace como un lugar en el que desarrollar mi más sincera opinión. No pretendo hacer aquí periodismo; supongo que hay tiempo para eso más adelante, cuando tenga los conocimientos y medios necesarios. Este es un espacio de subjetividad. Así de claro. Por eso, voy a dejar más que clara mi opinión sin censura alguna. No pretendo condicionar ni convencer a nadie de nada. Simplemente quiero poseer un lugar en el que dejar una huella personal.

Otro de los aspectos fundamentales de mi personalidad, que marcará por supuesto el contenido, es mi gran adicción a la ficción. Soy un consumidor nato de ficción. Me gusta la literatura, el cine, las series, los cómics y todo producto cultural que desarrolla este tan extenso ámbito. Me gustan todos los géneros. Solo necesito que una buena historia consiga llamarme la atención. Siempre me ha fascinado la capacidad de construir historias geniales a partir de la imaginación de un creador. Yo, en ocasiones, intento construir mis propios relatos y cuentos. Ofrecerlos públicamente a todo aquel que quiera leerlos es otra de las funciones principales de este blog. Aunque se que esta opinión se repite sin cesar a lo largo y ancho de todos los rincones de Internet (pues en eso se basa el funcionamiento de dicha herramienta) siempre he sido partidario de la cultura gratuita y accesible. Respeto, por supuesto, que se pretenda conseguir una cantidad de dinero a cambio de la realización de un trabajo artístico. Pero si el pago es la única forma de acceder a una determinada porción cultural, muchos no tendríamos acceso. Y la cultura es verdaderamente importante. Por eso quiero publicar sin ningún tipo de censura mis creaciones. Primero porque siento que no tengo el derecho de cobrar por ellas. El lector es el que debe decidir si son merecedoras de admiración o no. Y, en segundo lugar, porque escribo para que me lean. Poner un precio a mis escritos es poner trabas a mi objetivo.

No Soy Árbol” es, entonces, un lugar dónde pretendo expandir abiertamente mis opiniones, ideas e historias. Es un cuaderno personal que, quizás por el carácter que exige mi posible futura profesión, he decido abrir al público. Por supuesto, me interesan en gran medida vuestras opiniones como lectores. De la misma manera que yo pretendo no coartar mis ideas, os pido que no ocultéis las vuestras. Es un espacio para mí, pero sobretodo, para el que pueda llegar a leerlo.  

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