Siempre había visto, al pasar por el edificio 15 de nuestra querida Charles the Third, que una sucursal del banco Santander estaba colocada tan campante, debajo de las aulas y justo en frente de un Corte Inglés Viajes. Si, siempre me había parecido mal. ¿Que pinta un banco situado, no cerca del campus, ni siquiera dentro, si no en el mismo corazón de uno de los edificios de una universidad pública? Pero lo había dejado pasar. Oye, ¿que se le va hacer?

Sin embargo, hoy me he enfado, porque ciertamente, manda huevos. Imaginen. Viéndome en la necesidad de pedir un certificado de MIS PROPIAS CALIFICACIONES del curso pasado para poder rellenar una beca (de la que espero conseguir dinero para pagar mis estudios) me encuentro con la brillante sorpresa de que debo pagar 27 euros a modo de tasa para que me envíen el dichoso papelito. Y ¡que sorpresa! debía de abonarlo en un Bankia o... adivinen... sí, en el Santander. Nunca me he sentido tan mal en mi estancia en la universidad. Sentado allí, mientras la tipa de la sucursal cogía un abonaré con el emblema de "la pública diferencia" y me lo sellaba con total naturalidad mientras guardaba mi dinero. 

Y dirán: bah, ¡sólo son 27 euros! Y que queréis que os diga. Ahora son 27. A la hora de hacer por MI MISMO en el soporte en línea mi propia matrícula, pago 7 euros por "gastos de gestión". Y un poco de aquí y un poco de allí... da para reflexionar. Porque vale, te cagas en todo, pagas y ya está. Pero no. Ahora no me dejan pedir, por ejemplo, una beca a la excelencia el año que viene, saque un 8,5 un 10 o un 25, dado que el año pasado me quedé a 0,4 décimas de lo establecido. Y así. 

Y, siendo sincero, yo no soy el que se preocupa en mi casa por la economía. Casi que uno, si no se ocupa de la gestión de una familia, lo ve como ese momento en el que juegas una partida del monopoly, te queda poco dinero y tienes que pasar por una calle reventada de hoteles. Pero a lo bestia. Pero os aseguro que ver llorar a familiares a los que quieres y aprecias desde lo más profundo... no es de agrado. Y con todo esto que viene, con la posibilidad de que un día me sea imposible pagar una matrícula (y lo que queda, porque seremos más gilipollas todavía votando al PP otra vez) me siento con el derecho de enfadarme, cabrearme y cagarme en todo. Y me da igual ya que se me diga lo que sea. Díganme populista, irrespetuoso, imbécil. Pero a mi solo me queda afirmar, y no me arrepiento, que Wert es un hijo de puta y que Rajoy y su gobierno son unos hijos de puta. Que la banca al completo está llena de hijos de puta. Que todos los lameculos que tanto están ensuciando el mundo periodístico son unos hijos de puta. Y que Rubalcaba, yendo ahora de opositor chupiguay que va a arreglarlo todo en cuanto los españoles le den una oportunidad al PSOE, también es un hijo de puta. Y ahora denunciénme si les sale de los mismísimos redondos. Que os jodan. 

Advertencia: Contiene Spolers de "Breaking Bad"

“Guess I got what I deserved, 
Kept you waiting there too long, my love, 
All that time without a word
Didn’t know you’d think that I’d forget 
o I’d regret the special love I had for you, my baby blue”



Los acordes empiezan a sonar y el corazón se nos para. Walter White, o mejor dicho, Heisenberg, reposa en el suelo de su amado laboratorio, con su camisa manchada de sangre. Y se acabó. Fin de la historia. Era el final que cabía esperar. No podía ser de otra manera. El hombre, el gran cocinero, no podía permanecer en este mundo, porque no merecía vivir, pero tampoco abandonarlo sin llevarse su pequeño trocito de victoria personal. “Lo hice por mí” le confiesa lo poco que queda del padre, del químico, del capo, a Skyler, a modo de despedida. “Me gustó. Era bueno en ello. Me sentía… vivo”.  Todos sabemos que Walter es el perfecto ejemplo de la corrupción personal, el paradigma de lo que pasa cuando bailas con el mal con la esperanza de salir ileso. Pero sin duda alguna, Walter es rebeldía. Es libertad. Y por eso nos encantaba. Todos hemos soñado romper con las cadenas que nos atan a nuestra vida; pasar deslizándose sobre todo. Romper la barrera de la moral, de la sociedad y sus condiciones. Eso era Heisenberg en su plenitud. Por lo menos para mí.

El maestro, cuando ve que todo se derrumba, solo le queda permanecer de pie y aceptar, por una vez, las consecuencias. No hizo todo esto por la familia. No desde hace mucho tiempo. El último recurso que le queda es afrontar la realidad y tratar de ajustar cuentas de la mejor manera posible. Y lo hace a su manera; a la manera del genio. Lo deja todo atado y colocado, y solo espera a que su plan se desarrolle tal y como él lo ha ideado. Es el director que prepara la puesta en escena del guion. A la vez, es el actor protagonista. Domina la mentira con una facilidad pasmosa, y la usa como parte de él para conseguir sus objetivos. Toca los hilos y coloca los efectos especiales necesarios y voilà. ¡Pam! Consigue que el miedo le entregue a Elliot y Gretchen en bandeja con sólo dos láseres. Con Badger y con Skinny Pete, que no dejan de ser nada más que herramientas. Se despide de su mujer, situándose a un par de metros de ella que en realidad parecen kilómetros, de su hija, y desde la distancia, de su hijo. Prepara sus cartas y marcha hacia la batalla, sabiendo que no hay escape, y que no le queda, ni quiere, otra salida que la de morir en pie o ser capturado.



“Dilo. ¡Di que quieres esto! ¡No haré nada hasta que te escuche decirlo!” le reclama Jesse a esa figura que ha sido como un padre para él, pero que en vez de guiarlo se ha aprovechado día tras día, absorbiéndolo y usándolo como una pieza más de sus juegos; destrozando su vida en su imparable ascenso, en su obsesión por romper barreras. Cuando Walter, pretendiéndolo usar una vez más, admite buscar la muerte, su compañero de andanzas deja la pistola en el suelo y le grita “¡Pues hazlo tú mismo!”. Con estas pocas palabras, Jesse consigue por fin cortar sus ataduras con Heisenberg. El jefe se muere (aunque es curioso y, a la par, comprensible, que lo haga por intentar salvar a su joven ayudante), y él al fin ha conseguido desobedecer. Si, movido por la furia, hubiera presionado el gatillo, “el diablo” (5x11, Perro Rabioso) habría ganado de nuevo y se habría salido con la suya. Al cien por cien.  En lugar de eso se marcha, huye del mundo en el que se ha visto obligado a vivir y vive, tal y como se merecía su personaje tras tanto dolor y sufrimiento.

Y cuando todo por fin acaba, el cocinero se acerca al verdadero amor de su vida: el laboratorio. Mira, con una ternura casi paternal, a las máquinas que le permitían antaño hacer su magia; sujeta su máscara y la mira con tanto cariño que casi parece desear ponerse a cocinar mientras espera la llegada de la policía. Es lo único que queda del imperio que tanto empeño y que con tanto cuidado construyó. Los nazis están muertos, Todd está muerto (en una maravillosa y necesaria dosis de venganza por parte de Jesse) y Lydia era la receptora del ricino. La meta azul es su marca, su hija, su legado. Y morirá con él, porque así lo quiere. Es una muestra más de su orgullo.



Cuando, una vez más y como tantas veces, vemos las palabras “Executive Producer: Vince Gilligan” aparecer en la pantalla, nos damos cuenta de que es el final. El final de algo maravilloso, a lo que apenas se le puede sacar fallos en el transcurso de 62 espectaculares episodios. Es algo tan transformador como la propia metamorfosis que relata la serie. Desde el profesor de química sometido hasta el criminal liberado. Hemos estado allí, observando un proceso perfectamente explicado y comprensible, pero también apasionador y fantástico. Ahora, en el suelo, en una escena tan parecida a la de su enloquecimiento en el sótano (4x11, Espacio del Arrastre), pero con un tono totalmente diferente, acaba la vida de Heisenberg; la de Walter H. White acabó hace mucho tiempo.




“Sólo llévame a casa; Yo me encargaré del resto”

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