Allí
estaba yo, con mi mochila verde repleta a reventar de objetos
inútiles colgando de mis hombros. Pesaba demasiado, y las tiras de
tela se me clavaban en la piel como si fueran correas. Crucé la
entrada al recinto, flanqueado por altas vallas de hierro negro, y
miré a mi alrededor, desorientado. En el centro del espacio, había
un edificio grande de ladrillos de color claro, con una altura de dos
o tres pisos. A su alrededor, como si se tratarse de la hierba que se
amontona a la sombra de un gran árbol, se distribuía una gran
cantidad de tiendas de campaña azules, irregularmente montadas. En
la cercanía de los pequeños habitáculos, se encontraban cientos de
jóvenes que, como yo, vestían con camisetas blancas y con
pantalones marrones. Unos rebuscaban dentro de sus equipajes. Otros
se sentaban en el suelo con la mirada perdida e inquieta. Algunos
saludaban a sus familiares a través de los barrotes. Parecían
intranquilos, y evitaban iniciar conversaciones con los demás
individuos. Bajé la mirada, apesadumbrado y excesivamente nervioso.
Mientras el sonido del bullicio inundaba mis oídos, andaba
lentamente, a la par que clavaba la vista en mis botas limpias y
pulcras y en las huellas que éstas iban dejando sobre la tierra. Las
pequeñas charlas que mantuvimos durante las primeras horas eran
insulsas, con falta de sentimiento. Nuestra mente aun permanecía
inmóvil en nuestro hogar, junto a nuestras familias. Era evidente
que teníamos medio. Miedo a lo que había fuera. Miedo a sentirnos
solos. Esa misma noche, cuando observaba las estrellas que brillaban
en el oscuro cielo nocturno, recordaba a mis amigos, a mis padres, a
mis profesores... Me había esforzado para llegar hasta allí, pero,
sin embargo, ahora sentía añoranza y temor. ¿Era eso lo que se
supone que debía sentir? Hoy en día sigo sin saberlo. No podía
llegar a imaginar que, en poco tiempo, esa misma bóveda celeste
acogería nuestro vuelo. Aunque todavía no lo sabía, en ese preciso
momento dio comienzo mi metamorfosis.
Conforme
nos alejábamos de nuestros hogares, interponiendo miles de
kilómetros de tierra y mar entre nosotros y nuestros seres queridos,
el pánico hacia lo desconocido aumentaba en nuestros corazones. El
mundo era demasiado grande, demasiado abierto, demasiado peligroso.
Estábamos solos frente a él y, quizás por ese motivo, nos
acercábamos los unos a los otros con la intención de apaciguar
nuestro temor. Sin embargo, en aquellos momentos no éramos más que
un grupo de solitarios individuos. La gran ciudad que nos recibió al
bajar del avión fue una muestra más de la amplitud que ahora se
abría ante mí. Mi reducido universo había crecido enormemente. El
ajetreo de las calles era constante. El ir y venir de las personas
que caminaban atravesando la ciudad y los saludos y gritos que se
escuchaban, adornados por un acento propio muy marcado, a lo largo y
ancho de las plazas y callejuelas formaban un curioso y ordenado
caos. Los edificios de colores se alzaban altos, rozando algunos el
cielo azul y soleado. Había también pequeñas casas de techos
bajos. Los autobuses y coches que navegaban por el asfalto producían
un ensordecedor ruido. Entre ellos, extraños vehículos, parecidos a
bicicletas, se desplazaban a toda velocidad. La ciudad fluía, y todo
se movía, para nuestro asombro, en armonía perfecta.
Con
el paso de los días, nos encontrábamos cansados y aturdidos.
Andábamos durante horas, y dormíamos relativamente poco. Nuestra
unión comenzó a forjarse al compartir la situación, algo
dificultosa, en la que todos nos encontrábamos. Día a día, nos
mostraban, las maravillas que ofrecía la ciudad que nos había
acogido como invitados. Cuando, por fin, abandonamos la población en
un autobús con destino a nuevas rutas más salvajes, me sorprendí a
mi mismo mirando por la ventanilla con una ligera sonrisa de
complicidad en mi boca. Por un momento me sentí bien, y fue una
sensación maravillosa. Sin embargo, se esfumó al poco tiempo, como
la llama de un encendedor que se apaga al acabarse el gas que actúa
como combustible. Cuando observaba alrededor y veía los rostros,
algunos alegres y otros agotados, de mis compañeros, me preguntaba
continuamente si ellos profesaban los mismos sentimientos. Me
preocupaba. Ver lo que estaba viendo, y hacer lo que estaba haciendo
formaba parte de lo que, hasta el momento, había considerado como
“mi sueño”. No llegaba a comprender el motivo por el cuál, en
ocasiones, sólo podía centrarme en el peso de mi mochila, en el
estado de mis pies cansados o en el hambre que recorría mi estómago.
Intentaba, una y otra vez, alcanzar esa felicidad que había llegado
a experimentar, pero nunca lo conseguía de manera plena.
La
selva nos envolvió con su manto de colores verdes, y con un
penetrante aroma a tierra mojada. A nuestro alrededor, los árboles
se esparcían franqueando nuestro camino. Hacía un calor húmedo y
pegajoso, lo que causó que, a las pocas horas, nuestras ropas
estuvieran empapadas en sudor. Si permanecíamos en silencio,
podíamos llegar a escuchar la canción de la naturaleza. Los pájaros
tropicales emitían bellos cantos, y las cascadas de agua lejanas
ofrecían un sonido constante y relajado. Al poco tiempo, el camino
empezó a a ascender notoriamente y a dejar atrás la frondosa capa
verde entre la que nos habíamos abierto paso. En un determinado
momento, la senda discurría en zigzag en una empinada y monótona
subida que parecía no tener fin. Las vistas, desde luego, eran
hermosas: desde aquella altura podíamos ver las montañas, cubiertas
de una tupida y densa masa vegetal, rozando con sus cumbres el cielo
soleado. Sin embargo, me sentía sin la capacidad suficiente como
para asombrarme por lo que mis ojos estaban contemplando. Me faltaba
la respiración y, con cada paso, las piernas se me cargaban más y
más. Los hombros, cansados de sujetar el peso de la mochila, me
ardían con intensidad. En la espalda se manifestaba un dolor
punzante y permanente. Me detenía constantemente para intentar, con
grandes aspavientos, recoger algo de aire para llevar oxígeno a mis
agotados pulmones. Pude ver como muchos de los nuestros se sentaban
en las lindes del camino, al límite de sus fuerzas. Algunos lloraban
inconsolables. Otros apenas podían mediar palabra. Una cuestión se
repetía continuamente en mi cabeza, colaborando, junto con los
factores físicos, con la dificultad del recorrido. ¿Verdaderamente
aquello era para mí? Por más que la daba vueltas y vueltas, no
conseguía asignarle una respuesta adecuada. De nuevo, me sentí
culpable, por no ser capaz de maravillarme con el mundo que me
rodeaba, y egoísta, por pensar continuamente en mi cansancio y mi
capacidad. Las horas pasaban lentas, más aún con el sol incidiendo
sobre mi cuello. Hace tiempo que me había quedado sólo, pues muchos
de mis compañeros me habían adelantado, mientras que otros habían
desistido en su intento de ascender mucho tiempo atrás. Miraba al
suelo fijamente mientras caminaba, escuchando el rítmico sonido de
mis pasos golpeando contra la dura roca. Cuando levanté la vista,
tras un largo tiempo aislado en el mundo interior de mis
pensamientos, me lo encontré, unos metros más arriba.
Era
un muchacho alto y grande. Una ligera sombra de barba cubría su
rosto y le hacía parecer mucho mayor. Su pelo era completamente
negro y corto. Su frente estaba cubierta por múltiples gotas de
sudor. A su espalda, portaba dos grandes mochilas verdes. Me sonrió
con alegría, y se detuvo para esperarme. Durante el resto del
camino, hablamos y conversamos alegremente. Me explicó que llevaba
dos mochilas como un pequeño favor hacia una chica que se encontraba
al límite de sus fuerzas. Él se había ofrecido, voluntariamente, a
cargar con su fardo hasta la cima. En aquel momento recuerdo que
alabé su fuerza de voluntad. Como primera impresión, recibí la
idea de una persona admirable, valerosa y leal. Todavía hoy, sigo
creyendo que esa imagen es completamente fiel a la realidad. Sin
miedo a lo que yo podría opinar, el joven me abrió en seguida sus
sentimientos, explicando de manera clara y llana como se sentía
respecto a la gran aventura que llevábamos viviendo desde hacía
varios días. Mientras hablábamos y ascendíamos lentamente hacia la
cumbre, sentía que de nuevo, esa felicidad tan intensa y puntual que
había llegado a percibir en un determinado momento, me abrazaba
lentamente, como si llamara tímidamente a mi puerta. La verdad es
que no recuerdo las palabras que intercambiamos. Incluso podría
decir que ni siquiera recuerdo exactamente que temas pudimos llegar a
abordar. Solo recuerdo esa maravillosa sensación. Pronto, las
murallas de piedra, alzándose como gigantes de piedra inmóviles,
aparecieron frente a nosotros, sin apenas darnos cuenta. Una última
y empinada cuesta nos separaba de nuestro destino. Con la respiración
entrecortada y con la garganta algo dolorida, comenzamos a ascender
muy despacio, animándonos el uno al otro. A nuestro alrededor, los
habitantes del pequeño poblado que rodeaba el pico del monte
sonreían, nos miraban con ojos humildes y caminaban junto a
nosotros. Cuando por fin nuestros pies pisaron la hierba que cubría
la hermosa cima, observé los valles verdes desde las alturas,
distinguiendo entre los árboles el camino recorrido, largo y
serpenteante. Esta vez, me sentía valiente, osado, capaz de realizar
cualquier hazaña. Hasta mis oídos llegaba la música de las flautas
y los tambores entonando una alegre melodía. Volví el rostro, y me
sorprendí al observar que todos mis compañeros, al límite de sus
fuerzas, bailaban con ímpetu, llenos de felicidad. En aquel momento
no lo dudé. Hacía apenas unos minutos ni siquiera creía poder
mantenerme en pie. Ahora danzaba alegremente al ritmo de las
dulzainas. De nuevo, me sentía completamente afortunado. Al
anochecer, las mismas estrellas que brillaron para mí al inicio de
la travesía, ardían ahora con mucha más fuerza e intensidad.
A
partir de entonces, veía todo con los mismos ojos, pero bajo una
diferente mirada. Vi paisajes que nunca había creído que vería, y
disfrutaba con cada ínfimo detalle. Era maravilloso. Sin embargo,
era completamente consciente de que, sin todos los que me rodeaban,
todo aquello carecía de valor. Ese miedo a lo que había fuera, a lo
que pensaran los demás de mí, se había fundido. Había desparecido
para dejar paso a un calor profundo. Reía, cantaba canciones alegres
y hermosas con mis compañeros, andaba y fotografiaba en mi mente
cada momento, cuidándolo como un tesoro. Varias pulseras, con
banderas de países de todo el mundo, entrelazadas unas con otras,
adornaban mi muñeca. Cada momento era único. Lo único que me
preocupaba era que sabía que no dispondría del tiempo suficiente
para conocer con detalle a tosas esas personas que enriquecían mi
viaje. Recuerdo las alegres charlas con un cántabro realmente
alocado, las conversaciones filosóficas con mi vecino del salvador,
las batallas a patadas y ronquidos por las noches en la tienda de
campaña con mi hermano del Perú y las largas horas de autobús en
las que conversaba de cine, arte y videojuegos con aquel sorprendente
individuo que era vasco e indio a la vez. Todavía se me eriza el
vello cuando acuden a mi memoria las canciones infantiles con aquel
valenciano repleto de arte y gracia, las ilógicas reflexiones de “mi
compañero de piso” o los dibujos de un madrileño que me acompañó
desde el inicio de nuestras andanzas. Lo único que ahora mismo
lamento es no tener la capacidad suficiente para acordarme de todos
ellos, o para mencionarlos en estas líneas.
Cuando
llegó el día de la despedida, todos estábamos sentados, quietos y
silenciosos, en el suelo de tierra que circundaba aquel edifico
grande de dos o tres pisos de ladrillo color claro. Rodeando el
recinto, las verjas de hierro negras se alzaban de nuevo. Lo que
antes fueron nervios, ahora era alegría. Lo que antes había sido
miedo, era ahora tristeza por la separación. La noche avanzaba
triste y serena, porque todos eramos conscientes de que, al llegar la
mañana, nos tocaría despedirnos. Había gente que vivía muy lejos.
Otros vivían más cerca. Pero, en nuestro más interno
subconsciente, todos sabíamos que nada volvería ser igual. Mi
mundo, que se había ampliado al ver y conocer todo lo que aprendí,
se volvió a quedar pequeño, porque esta vez sentía que nada era
demasiado grande, ni demasiado dificultoso. Sentía que eramos
libres, que nada nos anclaba a la tierra. Sentía que eramos capaces
de recorrer el mundo si nos lo proponíamos. Y hoy, después de tanto
tiempo, lo sigo sintiendo. Cuando las primeras luces del alba
iluminaron nuestros entristecidos rostros, las lágrimas empezaron a
resbalar lentamente por nuestras mejillas. Nos abrazábamos como si
no quisiéramos soltarnos nunca más. Era una injusticia tener que
separarnos después de vivir todo aquello que nos había unido tanto,
y de una manera tan pura y perfecta. Uno a uno, todos mis amigos se
fueron marchando, en autobuses, en coches o caminando hacia la
estación de metro más cercana. Me quedé solo, aunque,
personalmente, ya no me sentía así. Desde la ventanilla del coche
de mis padres, eché un último vistazo al edificio y dejé volar
todos mis recuerdos.
Desde
entonces, invertí cada instante de mi vida en buscar una forma para
volver. Quería volver a cantar sin preocupaciones, a dormir bajo las
estrellas y a reírme ante los problemas que me planteara la vida.
Quería que el viento me volviera a impulsar para seguir adelante, y
quería escuchar de nuevo los secretos de los caminos, las selvas,
los desiertos y las cataratas. En un principio, el dolor de la
lejanía de esos seres a los que tanto quiero y la monotonía de mi
existencia, me hacían daño. Me asemejaba a un pájaro enjaulado,
que choca una y otra vez contra las rejas de su prisión. Un día
normal, al levantarme y mirar el cielo gris encapotado por la
ventana, la verdad acudió a mí con la rapidez de un trueno, rápida
e imperceptible: retornar a ese mundo era imposible; simple y
llanamente porque jamás lo había abandonado. Entonces sólo tuve
que extender las alas y volar.