Durante toda la tercera
temporada, nos hemos quedado con una
idea clara: las cosas están cambiando. Moriarty ha muerto; Sherlock ha perdido
a su gran némesis. ¿Quién puede poner ahora un reto mental a la altura del gran
Sherlock Holmes? Quizás en esta última ronda de tres capítulos lo que más
destaca es la ausencia de unos casos claros a resolver: Es mucho más importante
la relación entre los personajes y la profundización en los mismos. Quizás por
eso, durante los dos primeros episodios (Con un magistral, cuidado y
esperarísimo retorno con The Empty Hearse y con un insípido para muchos The
Sing of Three que se centraba en la boda del doctor John Watson) todo giraba en
torno a las relaciones en los distintos caracteres. Eso forzaba, de manera casi
ineludible, que se produjera un proceso de humanización de nuestro querido
Sherlock.
Incluso en este capítulo en
cuestión, llegamos al punto de sorprendernos con la aparición de una “novia” para el protagonista. “¿Qué es
esto?”, me he preguntado no menos de una docena de veces durante el desarrollo
de todo el capítulo. Moriarty muerto, Sherlock extremadamente humanizado, Watson
apartado con el tema de su amor por Mary… todo era distinto, todo parecía
cambiado… demasiado. Esa es precisamente la magia de Moffat con esta grandísima
serie inglesa. Ya sea durante la extensión de un capítulo o la de una temporada
entera, el showrunner es capaz de plantar las bases necesarias para que la
sorpresa sea, por un lado, garantizada y, por otro y mucho más importante a mi entender, coherente.
Y es aquí cuando comienzan las
explicaciones. Evidentemente, el capítulo de The Sing of Three era necesario;
no se puede conseguir el impacto de las revelaciones que se realizan en este episodio
alrededor del personaje de Mary si antes
no se ha construido un entorno adecuado. Por su lado, el Sherlock humanizado no
era más que una fachada. Como siempre, el único contacto con la “realidad
humana” que puede llegar a mantener es, simplemente, su fuerte vínculo con el
doctor Watson. Mentiría si no dijera que me quedé con una impresionante cara de
bobo, con la boca abierta de par en par, para, acto seguido, ponerme a
aplaudir, cuando se descubre el verdadero motivo de la relación “amorosa” de
Sherlock. Para él, todos son intermediarios, todos son objetos.
Y así, con uno ligeros “toques de
presión”, Moffat tiene al espectador agarrado de nuevo a la butaca, asombrado
de que lo que ha creído durante todo el tiempo de emisión de esta nueva temporada
es una deducción errónea: que una vez más nos hemos dejado llevar por la
historia sin fijarnos en los detalles y que no hemos estado a la altura para
captar lo oculto. En apenas segundos es capaz de hacer cambiar la opinión de
todos los espectadores: de una temporada que, en un principio, lucía más bien
floja, al conjunto de capítulos mejor hilado y tratado, sin duda, de toda la
serie al completo. Pero, aun así, aun consiguiendo este cambio radical tan
magistral, había algo que fallaba, que no lograba encajar del todo en el puzzle
que constituye la serie de la BBC. Charles Augustus Magnussen. Sherlock
necesita un villano a la altura, y sabemos que nadie encaja tan bien en ese
espacio como James Moriarty.
Teníamos un antagonista que
apenas había sido mencionado en el primer capítulo, que casi no había aparecido
en el segundo y que había sido tratado, en cierto modo, apresuradamente en el
tercero. Era curiosa a idea del chantaje, y la sorpresa del palacio mental de
Appledore, pero más allá de eso, no era destacable, como queda demostrado con
su rápido final. El episodio está a punto de terminar, y lo único que falta, lo
único de lo que se puede llegar a sacar una pega es precisamente que
prácticamente no hemos podido sentir esa tensión, esa gran figura de un peligro
constante que nos lleva a cuestionarnos todo en lugar de un némesis más bien
discreto. Y los créditos del final empiezan a aparecer. El final, aunque
correcto, deja algo seco. Sherlock se marcha, Watson y Mary se quedan en Inglaterra.
Magnussen, el único que puede ser considerado un peligro, está muerto. Y se
acabó. Cuando estamos a punto de apagar la pantalla, la televisión salta en
interferencias; los créditos se interrumpen. Y ahí está, haciéndonos
cuestionarnos todo lo que dábamos por sentados. En todas las pantallas del
país, aparece una solo imagen: Moriarty, sonriente, parece burlarse del
espectador. Repitiéndose sin cesar en todos los altavoces de Inglaterra, quedan
fijas unas chillonas palabras: Do you
miss me?