Yo

Allá por el 1 de Septiembre del año 1994 nació un niño (en una sala de hospital, supongo) calvo, sin dientes, berreando sin parar. Decidí salir hacia las dos de la tarde, quizás porque me apetecía ver “Los Simpson”. Siempre me aburro de las cosas al poco tiempo, así que, en lugar de esperar los nueve meses que me correspondían, a finales del séptimo ya me estaba impacientando. Supongo que estaba cansado de estar flotando día tras día sin parar. Mis primeros meses de vida fueron como los de cualquier otra criatura. Me pasaba el día durmiendo, comiendo y llorando, sacando de quicio a todo aquel que descansara cerca de mí y tuviera la sana intención de dormir del tirón una noche entera. Con pocos años de edad, fui gerente de una frutería de plástico que me compraron mis queridos progenitores. Vendía patatas, zanahorias y lechuga; recuerdo que tenía hasta su caja registradora. Tiempo más tarde se me activó la vena artística, y decidí que, en un futuro lejano, quería ser escultor. Muchas eran las personas que trataban de convencer a mi en extremo constante mente infantil de que los más famosos escultores no llegaron a adquirir verdadera fama hasta después de su muerte. Me decían que con ello no se ganaba dinero para vivir. Pero no cambié de idea hasta que, con el paso de los años, fui perdiendo de vista esta extraña afición por las estatuas. Estudié preescolar en un colegio tudelano de monjas muy puritanas. Se llamaba “La Compañía de María”, un nombre muy adecuado para una institución católica. Allí acudía todos los días, vestido con un jersey de color azul marino encima de una camisa blanca, con unos pantalones cortos de tela gris y zapatos negros y limpios. Una parte del día estaba dedicada y reservada de manera fija y sagrada para reunirnos todos en la capilla y cantar canciones y mojigaterías como “Pon la mano en la mano de tu hermano”, “Te damos las gracias señor por las manos” y otras tonterías por el estilo. Vivía en un piso de mediano tamaño, con algunas habitaciones, un baño y una cocina. Lo normal. A mí, para mi pequeña altura, me parecía todo un palacete. Pero mi padre, queriéndo lo mejor para su familia, vendió el pequeño piso para comprar una gran casa en un pueblo cercano, rodeado de campos y repleto de señores viejos sentados en bancos con las manos arrugadas apoyadas en el bastón.

En el nuevo colegio, las cosas eran diferentes. Ya no nos obligaban a vestir como si fueramos soldaditos, y cada uno llevaba la ropa que le daba la real gana (o la que le daba la real gana a sus padres). Tampoco íbamos a la iglesia a cantar todos con las manos en el alto. El único lugar en el que me hablaban de ese señor barbudo que, según la santa fe, vive en las alturas, se limitaba a la  clase de religión, en la que una señora mayor, Pili, con sus gafas pequeñas y achatadas, nos hacía pintar en nuestros cuadernos de media carilla acontecimientos de la vida de Jesús. Poco tiempo después de llegar a mi nuevo hogar, un nuevo individuo vino a mi familia, Mi hermano Iván, que ha superado con grandes honores al maestro de la pelmada (yo) se dedica a intentar observar como se me hinchan las narices cuando me pincha con gran insistencia. O eso creo yo. Ese pequeño muchacho tiene ahora 10 añitos, y sigue riñendo  conmigo como el primer día, aunque en el fondo (vete a saber tú dónde) nos queremos. Cosas de hermanos supongo. 

Murchante, el pueblo, era un sitio pequeño, y el aburrimiento estaba asegurado. Como ya he dicho, no era un tipo al que le gustara estar quieto mirando las musarañas observando avanzar con quietud los minutos de la tarde, así que las horas posteriores a la merienda se me hacían tremendamente lentas. Supongo que, en alguno de esos ratos muertos viendo la televisión, descubrí el conjunto de ficciones audiovisuales que más marcó mi infancia: las películas de Indiana Jones. Fue entonces cuando decidí que quería ser arqueólogo. “No se cobra mucho”, “Es aburrido”, “Se pasan el día excavando” me decían. Sin embargo, no me cansaba de ver como el amigo Harrison saltaba de un lado para otro y esquivaba trampas mortales en templos indígenas mientras portaba entre sus manos su látigo y un mapa. Como una de muchas fantasías pasajeras, acabó siendo pronto desterrada. También quise ser mago cuando leí los libros de Harry Potter, algo que se reforzó todavía más cuando estrenaron las correspondientes versiones cinematográficas. Como todo buen hijo de vecino nacido en los años 90, esperé, a la edad de once años, que una lechuza entrara volando por mi ventana llevando entre sus garras mi carta de admisión en el colegio Hogwarts de Magia y Hechicería. Algo que nunca ocurrió... 

El siguiente gran paso de mi vida fue asistir al Instituto Benajmín de Tudela. Allí conocí, durante una clase de matemáticas avanzadas, a un señor que estaba realmente grillado. Justo como
lo estoy yo. No es de extrañar que, todavía hoy, lo considere uno de mis mejores amigos. Disfrutaba como yo de las bromas más sosas y tontas, y nunca era capaz de poner seriedad a ningún ámbito de su vida. Por aquel entonces (e incluso ahora en la mayoría de ocasiones) yo tampoco. En general, las horas de clase pasaban seguidas, una tras otra, mientras nos reíamos de los peinados, vestimentas y caras de los profesores que pretendían transmitirnos algo de su sabiduría. Así, entre risas, idioteces y algún viaje por la nación y por el extranjero, nos plantamos, de repente, en el temido bachiller. Fueron dos años de puro estrés, dónde todas las personas algo serias de nuestro alrededor nos acosaban con extensos discursos que hablaban de cosas como la responsabilidad y el futuro. Por mi parte, mi intención era seguir siendo tan inmaduro como un niño de primaria hasta por lo menos los 30 años (y mi plan de vida, respecto a ese punto, no ha cambiado en demasía). 

Recuerdo que fue el 17 de marzo del año 2011 cuando llegó hasta mi buzón virtual un correo a nombre de Administración Ruta Quetzal BBVA. “Querido amigo/a” rezaban sus primeras líneas “Por la calidad del trabajo que has presentado al concurso, el jurado designado por la Universidad Complutense de Madrid u otro organismo seleccionador te ha seleccionado para formar parte de la expedición RUTA QUETZAL BBVA, en esta ocasión con destino a Perú, Portugal y España”. Así, que, ese mismo verano, tras haber terminado el primer curso de aquella tortura mortal que llamaban bachillerato, embarqué en un avión junto con un montón de jóvenes como yo de distintas comunidades (y países) hacia la ciudad de Lima. No me entretendré esta vez demasiado en contar mis experiencias. La conclusión más clara y evidente es que se fue hacia Perú alguien distinto al David que volvió. Casi se podría decir que maduré de golpe. Pero no en el sentido de ser serio y estirado, sin dejar espacio para una buena carcajada cuando se necesita. Fue en otro bien distinto.

Aunque ahora sigo siendo en actitud, a todas luces, un crío, miro la vida de manera diferente. Y eso es algo que forma partí de mí y, por qué no decirlo, me enorgullece. Tras finalizar mis estudios en la noble tierra de la ribera de Navarra, mis intenciones respecto al futuro habían cambiado radicalmente. Ya no quería ser escultor, mago o arqueólogo. Ahora quería ser periodista. Al parecer, me gustan las profesiones que la sociedad considera como callejones sin salida. Actualmente, resido en Madrid (en Getafe, para ser exactos). Soy un estudiante (si es que se puede llamar así a alguien que se pasa el día viendo capítulos sueltos de Friends) de periodismo y comunicación audiovisual en la Universidad Carlos III de Madrid. Y ahora que he iniciado un nuevo periodo en mi vida, he decidido, sin motivo aparente, realizar una mirada hacia atrás para observar el camino que me ha traído hasta aquí. Porque así soy yo.

No hay comentarios

Leave a Reply

Blogger news

Blogroll