Importancia

Una buena mañana, el Barón Don Liberto se levantó temprano. Le despertaron los gritos de los campesinos que empezaban a trabajar en los campos, que se colaban por su ventana abierta. En seguida se puso en pie. Nunca había sido un hombre perezoso. A muchos de sus más apreciados amigos le encantaba recostarse en la cama disfrutando de unos segundos de paz, pero él no podía aguantar estar quieto. Se acercó hacia su palangana, y se mojó el rostro con agua fresca. Seguramente su criado la habría recogido del pozo de al lado tan solo unas horas antes. El agua se movió perturbada cuando él metió las yemas de sus dedos. Cuando se calmó, le devolvió un reflejo al que dedicó unos largos segundos a estudiar.

Joven, por el momento. Qué extraño. Todavía recordaba los paseos por el campo con su padre, los juegos, las risas, la inocencia. Ahora, de repente, tenía ya edad para tomar responsabilidades. “¿Responsabilidades? ¿Por qué tengo que tomar responsabilidades?” se preguntó. ¿Acaso era algo que venía impuesto con la edad? La seriedad, el trabajo, el bien hacer. Ser un hombre maduro. De nuevo, miró sus fracciones reflejadas en el agua. Rasgos esbeltos y esculpidos, poco pelo en el rostro y mucho en la cabeza. Una sonrisa blanca y perfecta. Ni una sola imperfección en la piel. “¿Por qué tiene que ser así?”. No, no quería dedicar su vida a trabajar, a ser responsable. Responsable. Cuando repitió la palabra en su cabeza le entró un escalofrío.

Muchas mañanas había pensado en hacerlo, pero fue esa, en plena primavera, cuando sacó de debajo de su mullido colchón una bolsa de cuero, metió unas pocas camisas y otras utilidades en su interior y salió decidido por la puerta de su alcázar. “Hoy es el día”. Ni su criado fue capaz de detenerle cuando le vio marchar. No le dijo a donde iba, porque tampoco él lo sabía. Pero si sabía que le apetecía poner camino bajo sus pies. ¿Volvería? No lo sabía. ¿Acabaría algún día? Tampoco quería averiguarlo por el momento. Pero se puso a andar.

Durante días estuvo pensando qué, quizás si caminaba lo suficientemente rápido, podría dejar muchas cosas atrás. Aparte de esquivar el “madurar”, esa palabra tan horrible, quizás fuera capaz de evitar hasta la propia muerte. Igual si no paraba quieto jamás podría localizarle. Le hizo gracia su propio ingenio.  “El hombre que escapaba de la muerte”, se llamó a sí mismo. “Si corro, ni el mismo tiempo será capaz de tocarme”. Y empezó a ir cada vez más deprisa, y más deprisa, mientras arriba, en el cielo, la luz y la oscuridad se turnaban pacíficamente, como si lo que sucediera abajo no les importara un ápice. Un día, después de mucho tiempo, decidió parar al margen del camino.

Había visto unos hermosos árboles verdes que ofrecían una sombra muy placentera. ¿Qué podría pasar si descansaba un rato? Si de verdad había conseguido despistar a la vieja parca, ya le llevaría mucha ventaja… Respiró profundamente y se recostó en el tronco, cómodamente. Pero no habían pasado ni siquiera unos segundos cuando, repentinamente, escuchó unas risas juguetonas que venían de aquí para allá. Alzó la cabeza y allí los vio: Un par de niños, que correteaban alrededor de uno de los árboles. Peleaban con una sonrisa en la cara; cada uno llevaba en la mano una espada de madera. Recordó como su padre, hombre que siempre había tenido gran habilidad con sus manos, tallaba leños para darles formas infinitas: le había hecho carros, armas, caballeros, caballos, muñecos… No pudo evitar que una sonrisa le floreciera en la boca, y se tuvo que acercar.

-Buena mañana, muchachos.-Dijo en voz alta, lleno de alegría y energía -¿A qué jugáis, si me permitís la curiosidad?

-Jugamos a los duelos.- Uno de los niños, el más bajo, de pelo rubio y cara manchada, sonrió mientras le mostraba su estoque –Y voy ganando.-Añadió, lleno de orgullo.

-¡No te lo crees ni tú!- Respondió su compañero, un mozo más mayor y más alto, al que le faltaba un diente; posiblemente fuera uno de leche. -¡Hace ya un rato que he acabado contigo! –Gritó al tiempo que lanzaba un golpe suave dirigido hacia el hombro del otro. Con un movimiento elegante y cómico al mismo tiempo, el pequeño lo detuvo con su propia hoja.

-Parece interesante- Comentó Liberto, que no dejaba de prestar atención. -¿Y dónde conseguisteis estas espadas?

-Nuestros padres las compraron para nosotros.-Respondió muy orgulloso el chaval de más altura –Hay una tienda en el mercado que vende estas cosas. El otro día vi un escudo enorme, y seguro que padre me lo comprará dentro de poco. –Volvió su mirada hacia su hermano – ¡Y entonces te venceré nada más empezar!

-Vaya. –Dijo el viajero -¿Y eso os pone contentos? –Preguntó, cargado de verdadera curiosidad.
-¡Por supuesto!- Replicó al instante el niño rubio -¿Qué hay mejor que los regalos? –Se detuvo un instante, mientras su compañero de juego asentía, conforme. –Es lo más importante.

-¿Lo más importante?- Cuestionó Liberto, asombrado, mientras arqueaba los ojos.

-¡Sí!- Exclamó de nuevo el pequeño. –Yo lo que quiero es jugar ¡Jugar para siempre, todo lo que pueda! Para eso necesito juguetes. ¿Qué hay más importante que divertirse, eh? Veo que la gente mayor se preocupa con tonterías. La mayoría de veces tienen solución, y al preocuparse solo hacen el tonto, ¿Sabes? Nosotros sabemos pasárnoslo bien. ¿Para qué quieres vivir si no es para divertirte con las cosas que consigues? –Se volvió y alzó la espada, en una cómica pose defensiva –Lo importante son las cosas. –Sentenció antes de lanzar un golpe contra su hermano. Y, entre choque y choque, se fueron corriendo, dejando al joven solo en mitad de la arboleda. Una ligera y agradable brisa le acarició por detrás.

Todo el día estuvo quieto Liberto, pensando. Las cosas ¿eh?… ¿Qué cosas tenía él? La verdad es que en su petate solo tenía un par de camisas. A lo sumo se habría acordado de guardar también algo de papel, o quizás una cuchilla. Nada más. ¿Hizo bien dejándolo todo atrás? A decir verdad, en su hogar tenía muchas comodidades. Su cama estaba rellena de plumas de ave, y en las noches de invierno era un verdadero placer recostarse, con el brasero metido entre las sábanas. Y su padre le había construido un escritorio, para él solo. Y armarios llenos de jubones de colores. Y un establo caballos que habían sido capaces de conseguir. Y sillas de montar decoradas con hilo dorado. Cosas… Sorprendentemente, no las echaba de menos. ¿Se habrían equivocado esos muchachos, o el verdadero extraño era Liberto? Cuando la luz de la luna le alumbró en la cara, se dio cuenta de que había perdido mucho tiempo.

“¡Vaya! ¡Seguro que esa vieja huesuda estará a punto de encontrarme!”. O igual su hermano, el tiempo, estaba ya rozándole con sus manos delgadas. Así que se puso de nuevo en marcha, caminando, con ganas, despejando la mente de las palabras de esos dos zagales que jugaban con espadas a las lindes del camino. De nuevo, empezó a ir cada vez más deprisa, y volvió a ver como los días sustituían a las noches, y viceversa, una y otra vez. Así pasaban las jornadas: el viento le daba en la espalda, y él se sentía bien y corría más deprisa. El paisaje iba cambiando bajo sus pies. Los árboles dieron lugar a montañas, y las montañas a valles, y los valles a las ciudades, y las ciudades a los caminos, y los caminos a los árboles… Las flores de los suelos se fueron secando, y cada día hacía más calor; Sin embargo, no era sofocante, sino agradable y reconfortante. Le llenaba de energía.

Repentinamente, una noche escuchó un canto que, sin saber bien el por qué, le hizo detenerse en seco. Le acompañaba una bella música; cuerdas tensadas que vibraban, y cuyas ondas se fundían con el aire. Al dar el recodo al camino encontró un ancho y calmado río susurrante, sobre el que cruzaba un estrecho puente de piedra. Sobre él, había una joven, quizás de su misma edad. Sin duda era hermosa, o eso pensaba Liberto. Tenía el pelo peinado en dos trenzas, recogidas entorno a su cabeza. Su cuerpo, esbelto y de piel blanca, estaba cubierto por un vestido amarillo. Tocaba entre sus finos dedos un arpa pequeña, muy sencilla, pero que producía un sonido agradable, casi hipnótico. Sin embargo, nada más verle, sus dedos se tensaron y rompieron una de las cuerdas. Una nota quedó quebrada, suspendida en el aire durante unos segundos.

-Disculpa- Se apresuró a decir Liberto. –Siento lo de tu instrumento. –Añadió mientras señalaba con un dedo.

-No pasa nada. –Su voz era casi tan melódica como el sonido del arpa, y su sonrisa parecía cantar aun cuando estaba en silencio. –Al fin y al cabo, solo es una cosa. Se podrá arreglar. Y si no, cantaré sin ella.

-¿Sólo una cosa?-Preguntó el joven, recordando repentinamente las palabras de aquellos muchachos a los que había dejado atrás hacía mucho tiempo. -¿A qué te refieres?

-Bueno… Si me entristeciera por cada cosa que se rompe o que no tengo ¿Podría estar contenta en algún momento? –Depositó el arpa sobre la piedra, junto a ella, con un deje de descuido. –Eso no es lo importante.

-¡Vaya, qué curioso!- Exclamó Liberto, mientras esbozaba una sonrisa. Ante el gesto de incógnita de la joven, prosiguió –Hace ya mucho tiempo, unos niños me dijeron que lo verdaderamente importante eran las cosas, y ahora tú me dices justo lo contrario.

-Los niños son sólo niños.- Comentó ella, mientras movía la mano con despreocupación. –No saben nada la vida. Hay que tener experiencias. Eso lo es todo.

-¿Las experiencias?

-Precisamente. –Dio un par de pasos alrededor del joven Liberto, que la miraba fijamente, deseando que siguiera con sus palabras. –Al final del día ¿Qué te queda? Tu memoria. Lo que has vivido. Lo que has creado. Lo que has hecho y lo que no has hecho.

-¿Vivido? ¿Creado? – Más, quería saber más. Estaba muerto de curiosidad.

-Eres capaz de crear la más bella música. –Señaló su arpa rota con la mirada. –O puede que te guste escribir. Eso es experiencia. Es lo que queda de ti y lo que queda para ti. –Dio un pequeño salto y se sentó en la baranda del puente. – ¿Nunca has pensando en dejar tu huella? ¿Qué, tiempo después, cuando ya estés muerto, piensen en ti y en lo que dejaste detrás? ¿En lo que hiciste con el mundo y con tu tiempo?

-No, no lo he pensado. –Se sintió confundido, pero levantó la cabeza de repente, como si le hubiera venido a la mente una idea repentina -¡Pero da igual, porque yo no voy a morir! –Rio, con ganas, como si fuera algo evidente. –Llevo corriendo tanto tiempo que la muerte me habrá perdido la pista.

-¿Y vas a correr durante toda tu vida? –Le cuestionó, con voz seria. -¿No vas a dejar tiempo para conocer? ¿Para dar parte de tu vida? ¿Para crear? ¿Para amar? En definitiva, ¿tiempo para vivir?
-¿Amar?- Titubeó durante unos instantes -¿Es acaso importante?

-Quizás sea lo más importante. Mucho más que la música, mucho más que la literatura, mucho más que el arte. Mucho más que la libertad propia. Mucho más que dejar tu huella. –La hermosa joven alzó sus delicados brazos, como si quisiera darle énfasis a sus palabras. –Buscar a una persona… y encontrarla.

-¿La has encontrado tú, acaso?

-No, por el momento.- Repentinamente agachó la cabeza y clavó su mirada en el suelo empedrado -Pero me queda tiempo.

-Del tiempo es de lo que yo huyo.- Cortó Liberto, secamente.

-Ya veo… Alguien a quien no le interesa la fama. Alguien a quién no le interesa amar. Alguien a quien no le interesa la experiencia. No es algo común. –Sonrió durante un breve instante, antes de levantarse y empezar a andar por el puente, dirigiéndose hacia un camino –Debo marcharme ya. Pero déjame darte un consejo: no me sigas. Allá donde voy las cosas están muy tensas.

-¿Qué hay allí?

-Sangre, pólvora y banderas. –Respondió, con simpleza.

-¿Y por qué vas tú? –curioseó Liberto.

-No lo sé. Quizás me necesiten allí. –Antes de darse la vuelta, le clavó fijamente la mirada –Buenas noches. –Y el lugar quedó en silencio, y su figura se perdió pronto, lejos.

El joven se volvió a quedar paralizado. ¿Las experiencias? ¿Qué había hecho él, aparte de andar y correr? No recordaba nada de interés, ningún logro que hubiera conseguido antes de partir ¿Qué experiencias podría contar? Se preguntó si debería dejar de caminar para ponerse a vivir, para ponerse a crear… quizás para buscar y encontrar. Quizás para ponerse a amar. ¿A quién? Nadie le venía a la mente. ¿Estaba huyendo? Al principio, había comenzado el camino con alegría, casi con liberación. Ahora había dudas. La inocencia de la partida se había transformado en algo distinto, que no parecía conocer. Cuando por fin los primeros rayos del sol empezaron a romper la acuarela violeta de la noche que se esconde, Liberto decidió descargar su mente. Respiró hondo, muy profundo, y volvió a emprender su marcha. Tal y como le advirtió la joven, ignoró el puente y tomó otro camino.

Mientras andaba, el cielo se iba volviendo cada vez más gris y encapotado. “¿Cómo es posible?”, pensó. “Hace apenas unos días, ese calor tan agradable no se marchaba ni durante la noche”. El tono azulado del firmamento se iba cargando de nubes, que se oscurecían conforme más distancia recorría. Un día comenzó a llover. Al principio fueron solo unas pequeñas gotas, pero pronto se formó una gran tormenta. Sin embargo, ningún rayo se escuchó en la lejanía, y ningún relámpago impactó en el horizonte. Era una lluvia refrescante, serena. Continua. El suelo se llenaba de charcos, y la tierra se convertía en barro, y las hojas del suelo, acumuladas en montones, se veían arrastradas cuando un repentino soplido de viento las golpeaba. Se fijó en el camino. Vio como la tierra pasaba a ser piedra dura, y como la piedra dura se cubría de surcos, y como los surcos se llenaban de metal. El agua se le colaba por las botas, y le dejaba los pies fríos y entumecidos.

Una tarde, vio en la lejanía una techumbre sujetada por unas vigas. Corrió lo más rápido que pudo. “¡Por fin una oportunidad de resguardarse de esta maldita lluvia!”. El lugar estaba lleno de bancos de madera, vacíos. No tardó ni siquiera un segundo en desplomarse sobre uno de ellos. No le molestaba caminar y no le importaba correr, pero después de tantos días, y después, de, sobretodo, tanta agua, no le vendría mal un descanso. Algo breve, lo justo para que se le secase la ropa y, quizás, para echar una pequeña cabezada antes de proseguir.

-Hola, buen amigo. –Dijo una voz que pareció surgir del vacío – ¡Vaya faena esta lluvia! ¿No cree?

Liberto se volvió completamente sorprendido “¿Cómo…? ¿Qué…?”, proyectó su mente, adormecida y confundida. Junto a él estaba sentado un hombre adulto. Tendría unos cuarenta años. O más. Era corpulento, vaya que sí, pero no parecía amenazante. Vestía unas ropas extrañas: En la parte de arriba llevaba una prenda negra sobre una camisa blanca, impoluta. Y sus pantalones parecían fabricados de una tela oscura, lisa, que no fue capaz de reconocer, y eso que desde pequeño le habían regalado toda clase de tejidos para que las costureras fabricaran sus vestimentas.

-¿Perdone?- Pudo formular el joven, todavía algo perdido. El rostro de su acompañante parecía afable. Un bigote repeinado, salteado de pelos blanquecinos, enmarcaba una sonrisa algo torcida.

-El tiempo… ¡Es horrible! –Respondió. –Veo que el chaparrón le ha pillado fuera, por lo que parce… -Señaló, con una mano grande enfundada en un guante gris, la camisa empapada de Liberto.

-Sí, sí… -Le costó todavía unos segundos retomar la normalidad en sus palabras. –Vaya que sí. Llevo caminando días y días bajo el agua. –Levantó ligeramente un pie, mostrando sus botas de cuero completamente echadas a perder.

-¡Vaya!- Exclamó mientras se atusaba el bigote -¿Y no se le ha ocurrido parar?

-Se me ha ocurrido ahora. –Respondió Liberto conteniendo la sonrisa. –En realidad llevo mucho tiempo caminando. No me apetecía detenerme, así que proseguí.

-Ya veo. ¿Y qué es lo que le ha llevado a marchar durante tanto tiempo?

-En realidad, ni yo mismo lo tengo claro. –En aquel momento se sintió algo estúpido, pero no cesó con su discurso. –Un día me levanté con ganas de caminar. –Dejó unos segundos de silencio, y continuó al ver como los ojos marrones del hombre se clavaban en su rostro con atención. -¡Llevo tantos meses corriendo que creo que la muerte y el tiempo me han perdido la pista! –Y, dicho esto, se puso a reír, alegremente. No estaba mal charlar de vez en cuando.

-Entonces habrá ganado mucho tiempo, supongo -Le cuestionó el extraño, una vez hubo cesado también de reír. -¿Y cómo lo va a invertir?

-¿A qué se refiere?

-No lo sé. Habrá pensado algo a lo que dedicarse. Algo que le de dinero. Algo de lo que pueda vivir. 
–Se detuvo un momento, mientras quitaba una mota invisible de su brazo. -¿No le parece?

-No. No, en verdad. –Contestó mientras ponía una mueca. “Responsabilidad”. La palabra le vino a la mente como algo lejano. “Ya empezamos con lo de siempre”.

-Parece un joven fuerte. –Dijo al tiempo que golpeaba su brazo con su manaza enfundada. – ¿No le interesaría trabajar en una de mis fábricas, por casualidad? –Le miró expectante, pero pronto se apresuró a continuar, como si el silencio de Liberto le hubiera obligado a hacerlo. –Ah, y, desde luego, pago bien. No soy como esos explotadores de la cuidad, con sus almacenes de nueva construcción, y su maquinaria pesada. No, no. Yo puedo ofrecerte algo con lo que vivir, ¡Y no hablo de vivir mal, si usted me entiende!

-¡Oh, no! –Respondió el barón, mientras agitaba las manos fuertemente. –No estoy interesado en su propuesta, señor. Pero le agradezco el interés.

-¡Qué extraño!- Apostilló el hombre. –No todos los días se ve a alguien rechazar ofertas así. Curioso, no me cabe duda. –Se frotó las manos, al tiempo que desviaba la mirada. –Al fin y al cabo, es lo más importante…

-¿El qué? –Le interrogó.

-Vamos, no se me haga el ignorante. ¡Parece usted un joven listo! –Dejó que Liberto le mirara con cara extrañada durante unos segundos. -¡Hablo del dinero, por supuesto!

-¿El dinero? ¿Lo más importante?

-¡Claro que sí! –Clamó, mientras levantaba las manos.

-¿Y qué hay de las experiencias? –Recordó su conversación con aquella joven que tocaba el arpa, sentada en el puente, junto al río. –Una amiga me dijo que lo más importante era eso. Dejar algo tras de ti. Amar. Vivir, en general.

-¡Jóvenes! Si me permite decírselo, son todos iguales. –Clavó su mirada en las gotas que caían sobre la piedra del suelo, unos metros más allá. -¿Con que se cree usted que se pagan las experiencias? Hoy en día, lo que mueve nuestro mundo y, con ello, a nosotros, es “El Dorado”, amigo. –Repentinamente, levantó el dedo y señaló al techo. -¡Mire, mire arriba! ¿Ve el techo de nuestras cabezas? Pues, a parte de con madera, ha sido construido con dinero. Sin él, estaríamos mojándonos ahora mismo, sentados aquí como idiotas.

-Nunca he echado en falta el dinero… -Comentó en bajo Liberto.

-Precisamente cuando tienes dinero es cuando no se echa de menos. Como todo en esta vida, vamos. –Acercó la cara a la suya, como si le estuviera confiando un secreto. –Mire, a lo largo de mi vida he querido muchas cosas, y también a mucha gente. Pero el problema es que uno no vive solo en este mundo ¿Sabe? Así que, cuando antes aprendamos a manejarnos en él, mejor. ¿Y sabe que es lo que hace falta para poder hacerlo? Adivine, venga ¡Es muy sencillo!

-¿El dinero?- Dijo, tembloroso.

-Exactamente. –Le dio una fuerte palmada en la rodilla, mientras sonreía, orgulloso. –Nunca está de más para hacerse respetar. Y, una vez se ha quitado uno las preocupaciones más apremiantes, como un hogar, un plato con comida y salud, se tiene tiempo para pensar. El dinero es la llave. ¡Eso es! –Se volvió de nuevo hacia él. -¿No va a reconsiderar mi oferta, entonces?

-No. Creo que no. Disculpe. –Sin saber muy bien el por qué, las palabras de ese extraño le habían ofendido. Repentinamente, no tenía más ganas de hablar, y al callar notó como los párpados le pesaban y como comenzaban a cerrarse. –Si me perdona, creo que dormiré un rato. Siento interrumpir nuestra conversación, pero la verdad es que estoy cansado.

-¡Faltaría más! ¡No se preocupe por mí! –Sacó un extraño objeto de metal de uno de sus bolsillos, lo observó fijamente durante unos segundos, y lo volvió a guardar. –Además, está a punto de llegar, así que me marcharé pronto. 

Liberto quiso preguntar “¿Quién está a punto de llegar?”, pero su cuerpo decidió no responderle. En apenas unos segundos, cayó dormido sobre la incómoda madera del banco, y se sumergió en la espesa y acogedora negrura mientras, como un sonido perdido, se escuchaban caer las gotas de lluvia. Agua. Respiración. Ráfagas de viento. Golpes. Estruendo. Pitidos. Lejanía. Silencio. Y despertó. Miró a su alrededor, aturdido. Tenía un frío intenso, y cada vez que respiraba, unos jirones de humo blanco salían de su boca para perderse en el ambiente. Estaba solo. Nadie había ya en los bancos que le rodeaban. Se levantó, y disfrutó durante unos segundos de la sensación de estirar las piernas.

“¿¡Cuánto tiempo he dormido?!”, pensó, tremendamente sorprendido y alarmado, cuando vio cómo, en lugar de lluvia, ahora caían pequeños copos de nieve del cielo encapotado. El camino de piedra y metal se había cubierto de espesor, y los árboles que veía a lo lejos estaban completamente desnudos. “No puede ser. ¡He perdido el tiempo!”. Quizás se había despistado tanto que ya sería imposible esquivar a la muerte de la que tantos días llevaba escapando, pero Liberto no tardó en volver a intentarlo. Ignorando el frío, salió disparado por el camino y, a los pocos minutos, dejó atrás aquel resguardo de madera, y volvió a rodearle el mundo.

Cada paso que daba crujía sobre la nieve, produciendo un sonido rítmico que le acompañaba allá donde iba. Cada día hacía más frío, y la nieve no paraba de caer. Y, algunas veces, se levantaba un viento terrible, que movía los copos en remolinos. Otras caían piedras de hielo, que le azotaban como pequeños látigos y le dejaban la cara marcada. Llevaba siempre el pelo mojado, pegado al rostro, y temblaba cada vez que un soplido gélido le recorría la espalda. Sin embargo, no se detenía. Al fin y al cabo, si se paraba y se sentaba a un lado del camino no tardaría en quedarse completamente helado. Además, pese al frío, pese a la nieve, pese al dolor en los dedos, sentía la necesidad de seguir corriendo. En su cabeza parecía que sus pensamientos se movían más rápido que el viento de fuera. Cosas. Experiencias. Dinero. “¿Qué demonios es lo que importa?” se preguntaba Liberto una y otra vez. Si le preguntaran a él, no tenía duda de que no podría contestar. Si fueran las cosas, entonces estaba perdido. Lejos quedaban ya las comodidades de su alcázar. Si fueran las experiencias, tampoco iba por mejor camino: en su vida había hecho nada de interés. Y si fuera el dinero… Notaba el vacío en sus bolsillos. ¿Era un hombre feliz? Por el momento no se sentía para nada contento.

Cuando todavía andaba perdido en sus tribulaciones, se desató repentinamente una titánica ventisca. Ráfagas de viento comenzaron a soplar y soplar, como venidas de la nada. Y los copos de nieve se movían en alocados giros, de un lado para otro y de vuelta. No se veía más allá de un palmo. Liberto seguía corriendo completamente a ciegas, esperando no salirse del camino. Aunque ¿qué importaba? Si no tenía un destino, daba igual perderse. Inesperadamente, su pierna tropezó con algo, y calló de bruces sobre la nieve. El suelo estaba frío.

-¡Oh, disculpa!- Una mano temblorosa surgió de la nieve y se quedó tendida. El joven la agarró enseguida y se levantó con esfuerzo. Ante él había un hombre viejo, encorvado. Su piel estaba completamente surcada de arrugas, como los cientos de caminos que Liberto había pisado. Y tiritaba, pero vestía una sonrisa de pocos dientes que no se esfumaba ni un solo segundo.

-No, perdóneme a mí, por favor. –Se apresuró a responder el viajero. –He sido yo el que me he topado con usted. 

-No me trates de usted, por favor. –Fijó un par de ojos verdes tremendamente vivos en el rostro enrojecido de Liberto. –He vivido ya mucho tiempo como para andarme con tonterías. ¿Comprendes?

-Creo que sí.

-¡Oh! –Levantó un dedo hacia el cielo, y arqueó las cejas. -¡Vaya, a veces se me va la cabeza! –Rio amigablemente durante un par de segundos -¿Quieres acompañarme a casa? Por lo menos hasta que pase la ventisca. Pareces cansado, y me sentaría realmente mal dejarte aquí tirado.

En un principio, Liberto iba a responder, como siempre, que no tenía tiempo para ello. Pero luego lo pensó mejor. Conmovido por la buena voluntad del anciano, le siguió con paso firme. Caminaron durante unos pocos minutos. De la nada, como si emergiera del suelo en apenas unos instantes, una casita de piedra, diminuta y algo carcomida, se dejó entrever entre los rugidos del viento.

-¡Hemos llegado! –Exclamó al tiempo que habría una puerta azul llena de surcos y astillas –Espero que te encuentres cómodo, amigo mío…

-¡Por supuesto! –Respondió Liberto, henchido de felicidad al ver como un pequeño fueguecito crepitaba en la chimenea vieja que había en una esquina de la sala. Le rodeaban dos pequeños sofás, cubiertos de mantas, y una mesa tambaleante sobre la que había un par de platos y unos pocos cubiertos.

-Perdona el desorden. Viviendo solo uno no se preocupa tanto por dejarlo todo limpio…

-¿No vives con nadie? –Le preguntó Liberto, repentinamente compungido.

-No, no desde hace ya tiempo. –Se volvió hacia el joven, y en seguida continuó hablando. – ¡Oh, pero no te preocupes! ¡Estoy contento así!

-¿Lo dices de verdad? –Liberto no tenía intención de cuestionarle, pero el tono de voz del anciano le llamó la atención. Parecía sincero, sin trabas. No pudo contenerse.

-¿Por qué habría de mentir? No te conozco. Y solo se miente a las personas que conoces. -Caminó despacio hasta la chimenea, y echó un tronco mojado al fuego. –Hace ya mucho tiempo que no miento. Si antes lo hacía era porque me importaba lo que pensaran de mí.

-¿Es que ya no te importa?

-¡Haces muchas preguntas! –Le respondió mientras se reía con ganas. –No, ya no. ¿Para qué? Eso no es lo importante, muchacho.

-¿Lo importante?- La palabra vino a su mente como un aleteo. De nuevo ¿Qué es lo importante? Parecía que “Lo importante” eran tantas cosas… Tantas ideas, tantas opiniones… -Te parecerá curioso, pero muchas personas me han querido enseñar lo que es importante. Unos niños me dijeron que lo importante eran las cosas. Alguien sugirió que era el dinero. Una persona que conocí me dijo que lo que vale son las experiencias.

-Sin duda es curioso. –Se quitó unos guantes blancos, completamente empapados, y los dejó sobre la mesa. –Se equivocan.

-¿Cómo?

-Los niños no han vivido lo suficiente para saber lo que es importante. Las cosas se pierden, se rompen, desaparecen. Tú no. Tú te quedas. Es casi lo mismo que con el dinero. Viene y va. Se da y se obtiene. Se cambia. Pero ¿Acaso alguien pobre no importa? No me vendrás a decir que un rey o un conde, que viven en sus palacios, tienen más valor que, por ejemplo, yo, que vivo tranquilamente en mi casa deshecha…

-No… no, claro que no. –Le parecía lógico.

-Y las experiencias… Sí, ciertamente son importantes. Pero son eso, cosas que pasaron. –Con un atizador oxidado golpeó la madera del hogar. –Vivir en el pasado es enfermizo. ¡Mírame! –Exclamó repentinamente, al tiempo que se volvía hacia Liberto. –Mi cabeza estúpida se ha olvidado ya de la mitad de cosas que ha hecho. Y, a veces, se inventa sucesos que no ocurrieron. ¿Y eso me hace infeliz? No, no lo creo.

-Entonces ¿Qué es lo más importante?

-No es difícil de adivinar. –Sugirió en un susurro.

-¿La inteligencia? ¿El saber? ¿La salud? –Clavó la mirada en las ondas de las llamas. -¿El fuego?

-¡No, no! – Suspiró y, de nuevo, se puso a reír. – ¡Lo que importa eres tú!

-¿Yo? –Ahora sí que estaba completamente perdido. ¿Qué le quería decir aquel hombre?

-Sí. Mírate a un espejo. ¿Quién está allí? –Le señaló con un dedo arqueado y tembloroso. –Tú. No puedes medir tu vida por lo que has hecho. Por lo que has creado. Por quién has conocido. Por el número de mujeres a las que has besado. Por el trabajo que has realizado. No, no… ¡Eso es pasado! Sólo sirve para aprender, para preparase para lo verdaderamente importante: Tú.

-Yo no tengo nada de importante.

-¿Ah, no? –Se acercó a él despacio, sin dejar de señalarle. -¿No respiras, acaso? ¿No caminas? ¿No sientes el frío de la nieve de ahí fuera o el calor de mi estufa? ¿No te duele cuando te caes? –Fijó su mirada en Liberto; éste se quedó sin palabras. –Ya lo suponía. Te tienes a ti. Aprovéchalo.

-Pero yo ahora no soy feliz.

-Pues es bien sencillo. –Retrocedió unos pasos y se sentó sobre uno de los sofás. –Déjate de tonterías y sé feliz. –Giró la cabeza y se quedó mirando el baile del fuego. –Qué, cuando te pille la muerte, no te encuentre perdiendo el tiempo. No sería justo.

Silencio. Se extendió por la casucha en apenas unos instantes. Y entonces empezaron a gritar el viento y la nieve, como queriendo llamar la atención. Y las llamas estallaban y nacían. Y el agua fluía por las rocas. Y el hielo se expandía por los ladrillos. Y la mente de Liberto estaba ya lejos, pensando, sumergida profundamente. “¿Yo?”. ¿Era tan sencillo? ¿Era eso, y nada más? Tenía sentido. Era muy simple, pero a la vez muy complicado. “Sólo yo importo. Yo, para mí”. Sonaba casi hasta egoísta. Y le dio vueltas a la cabeza; lo miró todo desde todos los ángulos que se le ocurrieron. Pero supo que, esta vez, el anciano no se equivocaba. Había llegado hasta aquí buscando, intentando conocer. Y la respuesta era tan sencilla que hasta parecía insultante.

-Ahora me debo marchar. –El hombre rompió la quietud. –Puedes quedarte si quieres. No me importa. –Se levantó con esfuerzo, y caminó despacio hacia la puerta azul. Cuando la abrió, las ráfagas de la ventisca quisieron invadir la sala pero, por mucho que lo intentaron, el fuego del hogar no se apagó. –Pero si te vas, déjame darte un último aviso. No vayas a dónde yo voy. Allí, las cosas están tensas.

-¿Sangre, pólvora y banderas? –Preguntó inmediatamente Liberto, movido por un impulso.

-Exactamente. –Sonrió, dio un paso y desapareció en la imparable cortina blanca. Dejó la puerta abierta.


Liberto se aproximó hacia la entrada. Miró fijamente a lo poco que se vía del enorme paisaje níveo. A lo lejos, la figura del anciano se perdió por completo. “Yo”. Levantó el pie para dar un paso. 

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