El Mito del Dios de Alas de Cóndor

Rijkrallpa estaba sentado sobre una piedra, observando con sus ávidos ojos el enorme desierto árido que se extendía ante él. Hacía un tremendo calor, pero un viento agradable, que venía bailando desde las lejanas costas donde los hombres construían y pescaban con caballitos de totora le acariciaba sus hermosas alas de cóndor. El plumaje se le erizaba con cada soplido. Era una sensación que le gustaba y le transmitía paz. Disfrutó del ligero y momentáneo frescor mientras sus oídos se preparaban para captar cualquier sonido que se produjera entre las dunas arenosas. Escuchó los gritos de sus hermanas las aves, sobrevolando el mundo con libertad y haciendo enormes sombras en la tierra. Escuchó los ligeros y callados movimientos de los pequeños animales que vagaban por el suelo, resguardándose, en diminutos recovecos, del calor abrasador. Y entre todos los sonidos, escuchó, proveniente de las lejanas torres de la huaca de Chanquillo, el dulce sonido de la fina flauta que daba inicio al ritual que los mochicas iban a realizar en su honor.  

En un instante, sus alas se extendieron tras su espalda y se agitaron con el habitual nerviosismo previo a cada vuelo. Con un par de pasos, alcanzó el borde del acantilado y, antes de lanzarse, dejó que su cuerpo sintiera la presión del vacío llamándole hacia el terreno escarpado. Cayó cogiendo una velocidad asombrosa y, cuando estuvo a apenas unos metros del suelo, se elevó como si una repentina ráfaga le acunara hacia el cielo. Se mantuvo unos instantes inmóvil, sumido en la más placentera de las sensaciones. Le encantaba volar. El cielo era su casa. Adoraba fundirse con las nubes y salir empapado, lleno de pequeñas gotas de lluvia. Todo le parecía tan colorido y tan real que no llegaba a comprender como los otros dioses preferían resguardarse del mundo, sumidos en un aislamiento incomprensible.  

El calor le acariciaba la punta de sus plumas ofreciéndole un agradable cosquilleo, y la tierra se hacía cada vez más y más pequeña, tanto que empezó a temer acercarse demasiado a Sol y tener un desafortunado y aburrido encuentro con Aia Paec. Con unos gráciles y enrevesados movimientos, posó sus piernas esculpidas en bronce sobre uno de los picos más altos y, desde allí, agudizó su sentido de la vista para ver cómo, en el centro del templo de adobe que se situaba en el horizonte, el sacerdote salía al encuentro de su pueblo. Llevaba unos mantos marrones de diferentes tonos, como si formara parte del propio desierto.  Sobre la cabeza, una corona de cobre dorado le sujetaba sus cabellos negros como las piedras de azabache y evitaba que cayeran sobre su rostro serio de piel oscura. Entre las manos, finas como un puñado de cañas y curtidas como la arcilla trabajada portaba una cesta en la que unas piezas de brillante metal refulgían y centelleaban con cada uno de los contactos de los haces de la luz del día.  

En el centro de un preparado círculo, rodeado de expectantes personas que habían venido a observar el ritual, unos ayudantes habían edificado un simple hornillo construido con secos ladrillos de adobe. Allí, unas brasas ligeras estaban prendidas, quemándose lentamente, aguardando el momento de ser usadas. El chamán llegó por fin al medio, después de andar largo rato con una lentitud y parsimonia que a Rijkrallpa le provocaron una impaciencia terrible. Dejó su cesta en el suelo, y, de una obertura de sus ropas, extrajo un puñado de barro denso y se sentó el suelo polvoriento. Rápido como un rayo, un joven muchacho, vestido de lana blanca áspera, se aproximó con una pieza de orfebrería algo oxidada: se trataba de una bandeja vieja que estaba llena de agua de lluvia, pura y escasa. El sacerdote asintió con un gesto de agradecimiento y, mañosamente, empezó a moldear entre sus dedos la arcilla, poco a poco, otorgándole primero una forma para después presionar y hacerla desaparecer. 

Estas formas le recordaron a Rijkrallpa los tiempos lejanos en los que el genio del bien y el genio del mal peleaban incansablemente acerca de la creación de los seres humanos. Recordaba aquella temible batalla vívidamente. Ambos parecían cansados y abrumados por el poder de su rival; tanto era así que ninguno parecía proclamarse vencedor, lo que podía perfectamente prolongar su pugna durante siglos y siglos. Sin embargo, un simple elemento, tan vulgar como la tierra mojada que ahora moldeaba el anciano, tomó parte en la disputa de manera tan arbitraria que casi parecía destinada. Una rama del enclenque algarrobo agarró el tobillo del genio maligno, haciéndolo caer, momento que aprovechó su contrincante para proclamarse vencedor. Recordó el movimiento de las poderosas y duras manos del genio del bien, que moldeó al primer mochica a partir de esa misma planta salvadora, como si de barro se tratara.  

Cuando el sacerdote hubo terminado de preparar la mezcla, empezó a construir sobre ella con los bártulos de cobre que había traído en el cesto. No tardó más de unos segundos: primero colocó los pies. Después, las alas. Finalmente terminó colocando, empujando con fuerza con los dedos, el tallado y pulido rostro de la escultura. Allí estaba, la estatua de Rijkrallpa, totémica e imponente, pero también, de una forma extraña, amable y redentora. La levantó sobre su cabeza, con los brazos completamente extendidos, mientras las flautas sonaban con su dulce melodía. El pueblo quedó callado, prendido por la belleza de los rasgos de la representación divina. Poco a poco, todos ellos se fueron agachando, mientras el viejo giraba sobre sí mismo portando su obra sobre la cabeza.  

En ese instante, los instrumentos dejaron de sonar. El silencio se hizo presente en todo el desierto, como si se tratara de humo extendiéndose dentro de una cabaña cerrada. El hombre pájaro vio cómo su piel se le erizaba y como el nerviosismo empezaba a extendérsele por el cuerpo desde la planta de sus pies descalzos. Con su vista de cóndor puso atención sobre las olas de humo que salían del hornillo ritual que, hasta entonces, había permanecido olvidado. El sacerdote bajó la estatuilla lentamente y la posó sobre uno de los bloques de cerámica y, mientras todo el mundo esperaba completamente ensimismado, procedió a quitarse con lentitud la parte superior de su túnica. El pecho desnudo del anciano estaba marcado por heridas y zonas quemadas, pero no por ello dejaba de tener cierto atractivo y poder. 

Tras unos insufribles segundos en los que todo permaneció quieto, como si el mundo se hubiera petrificado en un solo instante, el chamán extendió la mano hacia las piedras candentes y cogió, con la ayuda de una tela humedecida, el metal calentado. Rápidamente, sus jóvenes ayudantes corrieron hacia él, tan deprisa y nerviosamente que casi cayeron sobre la tierra. Situándose cada uno a un lado del hombre sabio, ataron con movimientos ya aprendidos la joya mística a la espalda del sacerdote, que se arqueó ligeramente al notar el tacto caliente que se pegaba contra su piel morena. Tan pronto como los muchachos desaparecieron de la escena, corriendo para mezclarse con la multitud, el religioso paseó por el perímetro del círculo, lentamente, con mucho cuidado. Todo el mundo, incluido Rijkrallpa desde su privilegiada posición en las alturas de las montañas, clavaba su vista en la ornamentada pieza de metal. Cuando por fin el sacerdote se detuvo, y pasaron unos segundos de tensión, la construcción de barro y cobre permaneció intacta, inamovible.  

El público asistente estalló en gritos de júbilo, e incluso el mismo dios-ave no pudo evitar que una sonrisa de complicidad y empatía acudiera hasta sus labios. Si la pieza se hubiera roto, por estar el barro demasiado húmedo o, por contraparte, demasiado seco, el pueblo moche hubiera sido maldecido con incontrolables desgracias. Sin embargo, parecía que ese año las cosechas iban a ser buenas, y que El Niño no iba a pasar por allí extendiendo su túnica gris de espesas nubes cargadas de agua de lluvia, inundación y dolor. Mientras el júbilo continuaba, la divinidad alada despegó de nuevo, fundiéndose otra vez con el despejado firmamento azulado.  

Y Rijkrallpa voló, viajó suspendido en el aire durante horas y horas, hasta que el hermoso y gigantesco Sol que había bañado con sus rayos las suaves formas de la arena del desierto moche  se escondió tras los templos y empezó salir la luna, repleta de la magia de Shi. Observó con detenimiento como el claro añil se transformó alrededor de sus alas en un oscuro zafiro, y como este se tornó en un  índigo tan apagado que casi parecía negro. Las estrellas comenzaron a brillar, apareciendo poco a poco, como las gotas de sudor en la espalda del sacerdote, dando a la cúpula celeste una profundidad tan honda que parecía un mar embravecido deseoso de atrapar al incauto pescador. El hombre alado no tenía miedo de nadar por el aire, sabiéndose capaz de fluir en el mundo, sin posibilidad alguna de ahogarse en tal inmensidad.  

Disfrutó tanto de su aventura que las horas pasaron como el susurro de las brisas que agitan la arena, y cuando se quiso dar cuenta, se había alejado mucho de su destino, el cual había olvidado por completo. Realizando un esbelto giro en el aire, reprendió la marcha hacia la Huaca de Luna, donde Shi, la hermosa y joven divinidad de la noche, había convocado a los dioses para mantener, seguramente, una charla anodina y pesada. Cuando por fin se posó sobre uno de los patios centrales, se distrajo casi al instante con la belleza de los murales pintados de vivos colores rojos y amarillos, marrones y tonos de tierra: Había esculpidos en relieve hombres y bestias, mortales y dioses, animales y naturaleza. Todo parecía realizado con el máximo de los cuidados. Rijkrallpa no pudo más que asombrarse una vez por la capacidad del ser humano, del artista moche.  

Cuando ya una de sus manos se dirigía hacia la superficie de piedra arenosa, la voz suave, pero tremendamente profunda y amenazante, de una mujer rompió el silencio perfecto en el que se sumía el santuario.  

-Pensábamos que ya no aparecerías, joven dios. –Tenía un ritmo melódico, casi angelical, que era capaz de calmar al más nervioso pero también de alterar al más tranquilo. –Hemos esperado durante horas.  

-Mis alas me encadenan al cielo, Shi. –El dios se volvió lentamente, y observó los reflejos luminosos de la hermosísima mujer que flotaba sobre el suelo, como si la tierra no pudiera osar rozar sus finos y demasiado claros pies. Su túnica ondeaba de manera antinatural alrededor de su cuerpo esbelto y trabajado, como si una brisa que no llega estuviera jugueteando a su alrededor. –El cielo es mi casa, y allí no me gusta hacer caso al tiempo.  

-Eres poco responsable, pájaro. –Otro tono completamente diferente emergió de la oscuridad, arrollándolo como si tuviera la fuerza de una bestia salvaje. La gravedad de su voz era tan fuerte y amenazante que hería sus oídos y apresaba su pecho como una enorme cadena apretada hasta cortarle la respiración. Cuando la figura se dejó ver, iluminada por la luz de la luna, Rijkrallpa no pudo evitar sobresaltarse una vez más. No le gustaba estar cerca de Aia Paec, y jamás se acostumbraría a ver ese rostro de jaguar, amenazante, enfadado, consumido por la ira. La sangre seca le salpicaba la piel, y las fauces entreabiertas dejaban gotear un hilo de saliva denso y ennegrecido. –Cuando los dioses se reúnen, todos debemos estar presentes.- Le dedicó una mirada odiosa con sus ojos centelleantes de un profundo rojo oscuro. –Tú también.  

El contraste era incluso divertido. Los rasgos faciales, tan finos y hermosos, de la diosa luna, como esculpidos en piedra, resultaban tremendamente embellecidos en comparación con la monstruosa cara del dios sol.  

-No quiero estar aquí demasiado tiempo- El cóndor desvió la mirada, y la clavó en el suelo, intentando formular, con sumo cuidado, las palabras adecuadas que dirigir a las amenazantes presencias. -¿Por qué se me reclama, Dios Guerrero? 

-Los humanos no te temen. -Aia Paec dio un paso hacia delante, y alzó una mano cubierta de un espeso y claro pelaje. De su muñeca torneada prendían unas diminutas calaveras de color grisáceo, que se balanceaban con cada uno de sus gestos. –Así, apenas te tendrán respeto.  

-¿Y para qué necesito yo su temor, oh, Dios del Sol, del Oro y de la luz? - Rijkrallpa no pudo evitar controlar su lengua, y sus palabras sonaron casi como un desafío demasiado acelerado. -¿Para qué me hace falta a mí su respeto? 

Los ojos de sangre del Dios Guerrero se tornaron del color de las lenguas de fuego por un solo instante. A la divinidad alada le recordó, como una memoria que llega y se va a la velocidad de un relámpago, a la oscura mirada del antiguo genio de mal, que hacía ya una eternidad que no se acercaba a la tierra. Su boca poblada de desgarradoras cuchillas se abrió en un gesto amenazante, lista para replicar, o aun peor, para abalanzarse sobre su esbelto cuello bronceado por los rayos del Sol ardiente. Sin embargo, fue Shi quien finalmente habló.  

-¿Y qué pasaría si ya nadie respetara a Ni, y los hombres profanaran libremente los mares sin que podamos poner ningún remedio? ¿Y qué pasaría si nadie temiera a Fur, y los moches le perdieran el miedo a su Reino de Muerte? –Mientras la joven detenía por un momento su discurso, tuvo tiempo para recordar el solemne rostro envejecido de la deidad del mar y la viscosa piel verde del Señor de los Muertos. -¿No perdería el mundo su sentido? 

-Se les puede enseñar, Shi. –Tartamudeó ligeramente, nervioso más por una repentina ira que empezaba a ascender hasta la punta de sus alas que por la presencia de los dioses. –Se les puede enseñar la muerte en lugar de obligarles a temerla. Se les puede enseñar cómo tratar a los océanos sin que sea necesario que les tengan pánico.  

-No comprendes, o no quieres comprender, joven alado. –Shi se volvió, dándole la espalda como si diera la conversación por terminada. Su figura empezó a desaparecer mientras los rayos de la luz de la luna se hacían cada vez más intensos. La bañaban con delicadeza y cariño, casi con protección, mientras ella avanzaba despacio hacia la gran puerta de tierra esculpida que indicaba la salida del ancestral templo. –Aléjate del hombre. Compórtate como un Dios.  

Cuando hubo dicho por fin estas últimas palabras, un eco quedó suspendido en el ambiente, como las notas de las flautas de caña usadas en los rituales. Cuando el tono se apagó, Rijkrallpa pudo despertar por fin de su embrujo; Miró a su alrededor, repentinamente cansado y abatido, con un dolor intenso en el centro de su pecho, como si Aia Paec le hubiera golpeado con una de sus arqueadas y gigantescas garras. Estaba solo. Los dos ancestrales personajes habían desaparecido, y la Huaca de la Luna había recuperado de pronto el bello y melodioso silencio de la noche cerrada. Las estrellas parecieron brillar menos cuando el cóndor alzó de nuevo el vuelo, asustado, alterado y confuso. 

Esa noche, no dio lugar al descanso. Simplemente voló durante un largo tiempo, dando tumbos, arriba y abajo, agotado. A veces, le vencía el peso de los parpados y sus ojos se cerraban sin quererlo. Entonces caía unos metros hacia abajo antes de darse cuenta y volver a alzarse. Desde fuera, hubiera resultado ridículo. “No me temen”. Pensaba. “No me respetan”. Quiso odiar a los hombres por ser tan interesantes, por permitirle que se acercara tanto a ellos en busca de respuestas, de saciar su curiosidad. Pero no pudo. No pudo más que odiar a los dioses por ser tan necios e irreflexivos. “No me temerán, y no me respetarán. Pero tengo algo que ni Aia Paec, ni Fur o ni siquiera Shi son capaces de conseguir. Ellos me aman.” 

La luz dorada del astro le encontró una vez más, como cada mañana, en pleno vuelo, mientras atravesaba despacio una nube blanca y espesa y disfrutaba del frescor del agua suspendida en el aire. Cuando su vista se clavó en el suelo de nuevo iluminado, ya no vio la basta arena que cubría el extenso desierto, sino un lugar verde, tan brillante que parecía un campo de jade que centelleaba cuando una mano de luz rozaba su superficie. Bajo el color ambarino del amanecer, la selva dejaba una imagen encandiladora, atrayente, sugerente. Parecía que las hojas curvas de los árboles más altos le llamaban, como si cantaran una melodía que no podía evitar escuchar. Se sorprendió a si mismo descendiendo hacia el verdor profundo a una velocidad de vértigo. Pronto atravesó las copas más tupidas y sus pies se posaron sobre un suelo de tierra mojada. La sensación le pareció asombrosa. Nunca antes había sentido algo que no fuera el soplido del aire jugueteando entre sus dedos o el calor abrasador de la arena cocida en la planta de sus pies. El barro le manchaba y le acariciaba. Le acogía y le calmaba.  

Bajo la sombra de los troncos encorvados, Rijkrallpa se dedicó a seguir un sendero empinado y resbaladizo que no paraba de ascender. Anduvo durante horas y horas, y en ningún momento se le ocurrió extender sus enormes y emplumadas alas para iniciar de nuevo su vuelo. Cuando el sol volvió a bajar otra vez, y su luz se fue difuminando entre las arboledas, el dios vio la sombra de un colosal árbol que extendía sus ramas vigorosas sobre todos los demás. Sus raíces grandes se clavaban ansiosamente en la tierra, y esta les dejaba su espacio, como si la naturaleza tuviera un pacto consigo misma. Rozó lentamente con la punta de sus dedos la corteza áspera de la planta. Estaba mojada, embarrada. Viva. De un potente salto, se encaramó a la raíz más grande, y se sentó, recostado en el tronco, en uno de sus enormes surcos.  

La selva quedó sumida en la oscuridad. Desde su posición ventajosa escuchaba todos sus mágicos sonidos. Oía, a lo lejos, el continuo y relajante fluir de una catarata, cuya agua no cesaba de golpear incansablemente sobre una roca. Los cantos relajados y hermosos de extrañas aves acompañaban a los sonidos de grillos e insectos, como un coro perfectamente armonioso. Una ligera lluvia golpeaba las hojas, como un tambor de piel siendo tocado en la distancia. Pasos sigilosos de jaguar. Gorjeo de quetzales. Caminos de leyenda. Sus ojos se cerraron inevitablemente, arropados por la música del paraíso.  

Cuando despertó, se vio reflejado en unas inmensas profundidades azules. Durante un instante permaneció inmóvil, sorprendido y en tensión. Los ojos se clavaban en él como si fueran estacas. ¿Podía haberse dejado sorprender por una de las bestias de la selva? ¿Acaso se había acercado hasta él mientras dormía y ahora estaba preparado para atacarle con sus fauces afiladas? El recuerdo del horripilante rostro de Aia Paec le vino a la cabeza como si fuera una pesadilla y él siguiera durmiendo. 

Sin embargo, pronto se dio cuenta de que esa honda mirada pertenecía a un joven que, encaramado a una rama, observaba al dios alado, que permanecía acurrucado dentro de un hueco en la madera mojada. Una tenue luz se colaba entre las enormes hojas del titánico árbol, e iluminaba la cara del desconocido. Era pequeña, de piel tersa y estirada. Sus rasgos eran finos, aunque algo discordantes. Aun así, en cierta manera eran hermosos. El silencio se extendió durante unos minutos más, en los que el hombre y la divinidad no intercambiaron sentimientos de miedo, nerviosismo o peligro, si no de curiosidad.  

-Hola -Saludó por fin Rijkrallpa, que llevaba mucho tiempo tentado de comenzar la conversación. -¿Quién eres?  

-Pessac.-Dejó pasar de nuevo el silencio, como si no pretendiera decir nada más. Ante la cara de confusión de la deidad, añadió –Hijo de An Alaec.  

-Bienvenido, Pessac- Dijo Rijkrallpa mientras se incorporaba con ayuda de sus manos y se ponía de pie sobre la parte más hinchada de la raíz. Como un instinto no pretendido, extendió y volvió a cerrar sus magníficas alas, para desentumecerlas tras toda una noche de quietud. Cuando se dio cuenta, miró al muchacho, temeroso de haberle asustado. Este no movió un ápice la expresión de su rostro y siguió clavando su mirada azulada en él. –Yo soy… -Comenzó.  

-Rijkrallpa- Se adelantó Pessac, rápido como un rayo. –El Dios Cóndor. 

-¿No me temes?- Dio un par de pasos mientras retaba con tono burlón y pícaro al joven que le observaba desde su improvisada cornisa -¿No tienes miedo a que te maldiga, o te golpee, por no arrollidarte ante mí?- Acompañó estas últimas palabras con una sonrisa mal disimulada, expectante y llena de curiosidad por la respuesta del niño.  

-No. –Pronunció, secamente.  

-¿Y puedo saber el por qué? –Cuestionó, comenzando a soltar una profunda carcajada y perdiendo toda la poca seriedad que había logrado acumular hasta ese momento. -¿No temen los mochicas a los dioses? 

-Tú no eres un dios. –Le respondió el moche de manera directa y sin rodeos. –Por lo menos, no uno como los dioses normales. –Se permitió añadir. Ante el gesto de agradable sorpresa y de interrogación que esgrimía el cóndor, Pessac continuó con su distendida charla. –El Guerrero mata. El mar mata. La noche mata. Y la muerte es irreversible. Pero tú… tú no matas. Tú vives.  

-¿Yo… vivo?- Repitió Rijkrallpa, perplejo ante las palabras del muchacho, mucho más sabio de lo que por fuera podría llegar a aparentar. -¿Cómo…? 

-Nos miras desde las alturas –Se puso de pie en su rama, que se tambaleó peligrosamente, y de un potente brinco saltó hacia la raíz y se colocó a la altura de la divinidad. El hombre alado era mucho más alto y, desde luego, mucho más imponente gracias a la tremenda envergadura que le conferían sus alas. Sin embargo, el jovencito parecía congregar un poder y una inteligencia demasiado grandes para su cuerpo diminuto. –Solo nos observas. Ves nuestros rituales, o te acercas hasta nuestras aldeas para vernos forjar cobre o trabajar la arcilla. –Hizo una pausa que acompañó con una sonrisa de dientes blancos que cargó el húmedo ambiente selvático de una calidez extraña. –Yo te he visto.  

“Me ha visto”, pensó Rijkrallpa, sumido repentinamente en un silencio quizás demasiado largo. “¿Cuántos más me han visto?” quiso preguntarle. Sin embargo, en seguida se dio cuenta de que no le importaba en absoluto. ¿Qué más daba? En el fondo, incluso le reconfortaba que los moches hubieran reparado en su lejana presencia. El dios le dedicó una mirada al muchacho, y no se extrañó de que, con unos ojos tan avispados y fugaces, no le hubiera resultado difícil encontrarle alguna vez surcando los cielos.  

Una vez más, el silencio se apoderó de la selva; incluso las aves parecieron acallar sus cantos. Fue extenso, pero no era pesado. Era un silencio que calmaba; una quietud de la que disfrutar durante unos instantes. Esta vez, cuando volvieron a hablar, no cesaron hasta que hubo pasado mucho tiempo. Pessac habló, y habló, contándole cada pequeño detalle de su vida: su familia, el amor incondicional que sentía hacia su padre, el funcionamiento de su aldea, los mecanismos de los rituales, los secretos de los artesanos más laboriosos… Rijkrallpa casi no pronunciaba 

palabra, pero no era por falta de interés. Bebía de las palabras del muchacho como la arena se bebe el agua pura de la lluvia que llega al desierto tras meses de asfixiante calor. Miraba fijamente al joven, sin levantar los ojos de sus labios, temeroso de perderse alguna palabra perdida, algún sonido demasiado velado. Cuando al moche no se le ocurría como continuar, el dios alado intervenía enseguida para preguntarle más y más cosas: cosas insignificantes, rutinarias, monótonas, pero que la divinidad deseaba conocer ansiosamente, deseaba vivir. Cuando por fin el silencio volvió a reclamar la jungla, los dos estaban agotados. Habían visto pasar muchas veces, mientras conversaban, al sol dorado a lo largo del cielo y a la luna pintada en lo más alto de la noche.  

Unas tímidas gotas de lluvia mojaban el suelo cubierto de la hojarasca de vivos tonos cuando por fin Pessac manifestó su intención de marcharse y retornar a las tierras del desierto. Rijkrallpa se entristeció rápidamente, decepcionado, como una flor que se pone mustia al verse rodeada de demasiada agua. No había sido suficiente. Quería escuchar más, saber más, vivir más. Agachó la cabeza y la metió entre las piernas, dispuesto a dormir de nuevo, como instantes antes de fuera sorprendido por su visitante. Sin embargo, la mano de este se posó repentinamente sobre su hombro.  
-Puedes venir… si quieres.  

Alzó el rostro de manera instantánea, y sus rasgos fueron formando poco a poco una elegante y hermosa sonrisa de felicidad sincera. No se había sentido tan bien y, al mismo tiempo, tan confuso en mucho tiempo. ¿Estaría bien acompañar al hombre y ver, esta vez sin ocultarse en riscos y montañas, la vida de sus adorados humanos? ¿Qué pensarían los demás dioses? Meditó su respuesta durante unos breves instantes antes de dejarla salir. –Te acompañaré.  

Aunque, en un principio, Rijkrallpa sugirió ir volando, Pessac desechó la idea rápidamente. Dijo que el cielo estaba reservado para las aves y para los dioses,  y que a los moches sólo se les había permitido andar por la tierra, como a muchas otras especies. El hombre alado aceptó de mala gana la propuesta de su compañero de andar hasta su poblado. Caminaron incasablemente, durante días y días. A veces, el joven le pedía detenerse para descansar o dormir durante unas horas, pero el cóndor estaba tan emocionado que apenas podía permanecer quieto. Solo quería avanzar y avanzar sin pausa, infatigablemente, para internarse lo antes posible en el mundo que rodeaba a los hombres  y que tanto necesitaba comprender. El calor húmedo de la selva verde y la espesa profundidad de la vegetación dieron paso a unos caminos llenos de pequeñas plantas marrones y amarillas que perdían altura cuanto más caminaban, y pronto, a la vasta extensión de arena y suelo ardiente que señalaba el comienzo del desierto.  

Cuando, uno de los días, la luz de un amanecer bordeó el alto perfil de la Huaca de Chanquillo, Pessac exclamó por fin:  

-¡Hoy llegaremos a casa! 

A la entrada del poblado, todos los habitantes calvaban su mirada curiosa y viva en las alas de RIjkrallpa. Sin embargo, no parecían cuestionarse su presencia. Simplemente, seguían con interés sus ágiles movimientos, el fluir de su plumaje cada vez que una de sus alas se movía. No le seguían exclamando hondas aclamaciones o cantando proclamas rituales, ni se arrollidaban ante él a su paso como si fuera un Rey poderoso. Simplemente le miraban y sonreían, le dedicaban, durante un instante, una calidez agradable y cariñosa. Pessac se detuvo delante de una casa hecha de adobe, que tenía dos ventanas irregularmente recortadas en el lado derecho de la fachada. Cuando el dios entró, pudo notar como un ligero y oloroso aroma a plantas quemadas le llegaba hasta las fosas nasales. Las ondas de humo ocupaban la parte superior de la estancia. Salían de un pequeño hueco excavado en el suelo, y subían y subían hacia el cielo como él mismo cuando desprendía sus altas y se sumergía en el firmamento como si fuera un lago de aguas puras. Junto al improvisado brasero, el anciano que solía realizar los rituales de la cosecha trituraba plantas en un recipiente de cobre algo abollado.  

-An Alaec. –Habló serenamente Pessac.-He traído al dios cóndor a nuestro valle.  

-Es un gran honor que estés aquí, hombre de alas de ave. –La voz del Sacerdote era profunda. Seria y grave. A diferencia de otras voces, como la de AIa Paec o la de Shi, esta calmaba, abrazaba y tranquilizaba como un manto en las noches en las que el calor del desierto dejaba su espacio al viento helador que llegaba desde la costa. –Habíamos esperado tu llegada. –Cuando se volvió hacia él, su rostro arrugado dibujaba una sonrisa de rasgos cansados. –Siempre apreciamos que nos observases, y ahora estamos muy contentos de que quieras conocernos en persona.  

El chamán le ofreció un vaso cargado de chicha de jora caliente, y juntos conversaron también durante largo tiempo, mientras comían pescado y carne y masticaban sabrosas hojas de coca. Rijkrallpa seguía maravillándose con cada uno de los detalles que iba conociendo. Se permitió disfrutar de esa sensación, tan pura y realizadora como cuando sentía sus alas hincharse de aire justo antes de emprender sus vuelos. Para cuando la noche cayó sobre las tierras de los valles del desierto, el joven dios volador ya había decidido quedarse a vivir junto a los hombres moche.  

Pasaron sin detenimiento los años, cómo un ave rapaz que atraviesa el desierto sin pararse ni una sola vez. La divinidad disfrutaba cada día más de vivir junto a aquella gente tan fascinante. Todos los días se levantaba pronto, con el amanecer, con la intención de recorrerse la aldea de arriba abajo. Siempre acababa descubriendo algo nuevo, algo fascinante y atrayente con lo que se distraía horas y horas. Algunas jornadas se dedicaba a trabajar los campos secos, y en otras ocasiones acompañaba a los orfebres hasta sus talleres y se perdía en su mente mientras observaba el fuego de las llamas que usaban para soldar metales. Nunca nadie le preguntó por ningún detalle de su vida como dios, ni cuestionó su presencia. Los moches se dedicaron a vivir con él a su alrededor como si el día en que apareció por el pueblo no hubiera llegado una deidad, sino que hubiera nacido un hombre.  

Los rituales eran una de las partes que más disfrutaba. En raras ocasiones participaba: él prefería sentarse en el fondo, entre la multitud, observando, como había hecho siempre antes de decidirse a vivir con los hombres. El Sacerdote, cada vez más anciano, repetía los mismos movimientos y oraciones día tras día, mes tras mes y año tras año, incansablemente, y Rijkrallpa disfrutaba cada sesión como si fuera la primera vez que asistiera.  

Sin embargo, en una de las ocasiones, An Alaec no acudió a la cita. Era una jornada importante. Toda la aldea se había reunido por la mañana frente a la entrada del enorme templo de adobe. Allí, junto a la puerta, los más jóvenes de entre los moches estaban de pie, con la piel pintada de vivos tonos rojizos. Los pigmentos de hierro brillaban bajo la todavía tenue luz del Sol que acaba de comenzar a salir. Entre sus manos temblorosas y nerviosas sujetaban las bolsitas de piel rellenas de los payares decorados típicos del ritual. Sus rodillas estaban encorvadas, preparadas para salir corriendo: así, con una carrera, celebraban los moches el importante paso de la adolescencia a la madurez. Del niño, al hombre. Pessac, que hacía tiempo ya que había pasado por este bagaje espiritual, tampoco parecía estar presente. Los vivos ojos de Rijrkallpa buscaron su mirada azulada entre los rostros de la multitud, pero no fueron capaces de encontrarle. Sumido en una preocupación repentina, se escabulló de entre la masa de gente que le rodeaba y murmuraba palabras entrecortadas de preocupación para dirigirse hacia la aldea. 

Sobre una de las pequeñas aberturas de la casa de barro del Sacerdote, salía un humo negro y denso, espeso como las nubes que surcara el Dios Cóndor tiempo atrás. Incluso desde fuera del hogar, en el camino, Rijkrallpa era capaz de percibir un olor desagradable, como el agua cuando se estanca entre la tierra y acaba por volverse verde y putrefacta. Los ojos de la deidad se congelaron durante un instante. Se detuvo instantáneamente y miró a su alrededor mientras un repentino escalofrío le subía por los brazos. Notaba el hedor propio de Fur. La Iguana; el señor del Reino de la Muerte. Estaba cerca, invisible, como siempre. Rondaba las paredes de adobe del refugio de An Alaec, expectante, desagradablemente paciente.  

La temperatura cambió por completo cuando atravesó el umbral. Pese a que era un día cálido, y a que en el centro de la estancia crepitaba una pequeña hoguera de un fuego de color oscuro, parecía que se hubiera desatado una helada en el interior de la casa. El cóndor se sentía extraño, sobrecogido y triste. Sobre una esterilla hecha de cañas, y refugiado bajo una fina manta de lana, el chamán dormitaba incómodamente, delirando, con la cabeza dando tumbos mientras repetía palabras sin sentido. Pessac, completamente en silencio, le agarraba fuertemente la mano. Sus ojos de color claro parecían haberse oscurecido, casi perdiendo todo el azul brillante que les caracterizaba. Con dos pasos largos, Rijkrallpa alcanzó el otro lado de la cabaña de barro y se sentó junto al cuerpo convulso del anciano. Le cogió la mano libre mientras clavaba su mirada fijamente en él.  

-Me voy con los ancestros, oh, alabado Dios Alado –Dijo repentinamente el Sacerdote. -Te abandono.  

-No me abandonas. –Le contestó rápidamente el hombre pájaro, sin un atisbo de duda. – Siempre me has tratado bien. –Rijkrallpa notó como se le quebraba la voz, presa de la tristeza. No estaba triste por An Alaec. Al fin y al cabo ¿quién había conseguido más cosas durante su vida que el envejecido sacerdote? Había sido un hombre bueno y justo, querido por su pueblo. Una persona realizada que no podía pedir más de su tiempo. Sin embargo, el ave sagrada sabía que lo iba a echar en falta. ¿Cómo podían ser tan efímeros los hombres? Estaban en esta tierra durante unos cuantos años y luego se marchaban para no volver. Sólo unos pocos conseguían marcar un legado, y eso nunca duraba por siempre.  

-Te he tratado bien. –Trago saliva con esfuerzo, tratando de compaginar el hablar y el respirar al mismo tiempo. –Y te he querido, Rijkrallpa. –Añadió. –Pessac es mi hijo. Y tú eres el mejor hermano que ha podido tener. –Mientras pronunciaba estas palabras, los ojos del dios se llenaban de lágrimas cristalinas que se cargaban con el humo de la estancia. –El mejor compañero.  

-Yo te he querido a ti también, Padre Alaec. –Después de unos segundos en los que se perdió observando el movimiento de las arrugas del rostro del moribundo, continuó, mientras trataba de no enmudecer de dolor –Y a tu hijo. Y a todo vuestro pueblo. Con toda mi alma.  

-Nuestro pueblo- corrigió el hombre, mientras le apretaba con toda la fuerza que sus débiles manos eran capaces de producir. Pessac le miró fijamente, y asintió con conformidad, también complacido. 

–Tú formas parte de nosotros. Eres algo más que un Dios. –Sus párpados comenzaban a cerrarse con lentitud. –Eres un hombre ahora. –Tosió sangre manchada sobre la manta blanca que le cubría el cuerpo. –Te quiero, Rijkrallpa. Te quiero, Pessac, hijo mío. –Antes de que su cabeza cayera sin vida sobre las blandas hierbas amarillentas que le servían de almohada, susurró:  

-Ved. Aprended. Conoced. Vivid.  

Pessac se derrumbó sobre el cuerpo de su padre, y lloró, lloró durante horas, eliminado el dolor y la oscuridad que le corrompían la mirada. Rijkrallpa salió al exterior y, después de mucho tiempo, salió volando de nuevo.   

Llevaba demasiado tiempo sin usar las alas. Sus músculos le dolían cada vez que las batía, y le costaba demasiado mantener la altura. Se sentía, torpe y desequilibrado. La pena, además, le nublaba la vista. No fue una sensación tan agradable como solía ser antaño. Antes volar era su vía de escape de la realidad, de una existencia anodina en un mundo que solo podía observar pero en el que no podía sumergirse. Ahora había participado de la vida durante demasiado tiempo, y sus sentimientos se habían apoderado de él de una manera tan fuerte que le perturbaban y no dejaban de revolotear alrededor de su mente.  

Pensó en un lugar donde escapar. En un principio pensó en aquel escondite de la selva, lejano y apetecible, donde una vez durmió durante días y donde conoció a uno de sus compañeros más queridos. Le traía demasiados recuerdos: Recuerdos que ahora, con la reciente desgracia bailando sobre su cabeza, le transmitían un dolor profundo que no quería ni podía soportar. Siguió entonces volando hasta que divisó una de las enormes montañas que se alzaban como titanes en los confines del desierto. En la cima de una de ellas le esperaba la lisa piedra en la que solía sentarse para observar, desde lejos, la vida de los hombres. Quiso ascender hasta la cumbre: subía lentamente, con esfuerzo, viendo como el dolor de su entumecimiento le ataba las alas y las hacía pesadas; Más que una herramienta le resultaban un lastre.  

Desistió cuando llegó a la entrada de una cueva escondida entre las paredes de piedra arenosa, a los pies de un profundo abismo que descendía hasta el suelo. Se sentó en la tierra, avergonzado, y apoyó la cabeza contra las paredes de la caverna. No se movió ni siquiera un solo un centímetro. Allí permaneció durante mucho tiempo. Pudieron ser horas, o quizás días. Pudo haber estado meses inmóvil, sentado, pensante, con las manos cubriéndole el rostro. En su interior había una tormenta completamente desatada y embravecida: Echaba de menos a An Alaec. Echaba de menos a su hijo. Echaba de menos la vida humana; el descubrir, el vivir cada día intentando esforzarse para dar lo mejor de uno mismo. El sorprender al mundo con lo que existía en su interior. El crear. Aun así, a pesar de todo, también echaba de menos volar. El despreocuparse, el abandonarlo todo para sentir la maravillosa sensación de flotar. El limitarse a observar, sin esfuerzo, sin preocupación. Sin dolor. Todo estaba presente en su cabeza, obligándole a reflexionar: de alguna manera, sabía que ese era el momento que más había temido desde que su curiosidad por el mundo que le rodeaba despertó. Era el momento de decidir de una vez por todas si quería ser lo que estaba predestinado a ser o si quería cambiar su sino. Si quería observar o si quería participar. Si quería ser un dios o… o si quería ser un hombre.  

Las ideas iban y venían a la velocidad de los cóndores que tocaban los picos de las montañas. En ocasiones creía ver una respuesta clara, certera y segura, pero pronto se derrumbaba inevitablemente, y no sabía cómo conseguir evitarlo. Sus ojos dejaban caer, cuando la pena resultaba ya incontenible, una sola lágrima que corría por su mejilla acariciándole el rostro. La confusión le provocaba un terrible dolor de cabeza y un malestar inmenso, lo que a su vez conseguía que cada vez le resultase más dificultoso pensar, aclarar sus prioridades y decidir qué era lo que, en el fondo, deseaba.  

Un momento, apenas un segundo, fue suficiente para darse cuenta de que la respuesta a sus preguntas era más que evidente. Quizás fuera angustiosa, o temible, pero era clara como el fino agua de lluvia que resbala de las hojas verdes y brillantes de la húmeda selva. Se levantó, haciendo caso omiso de las quejas que sus piernas le lanzaban después de haber permanecido quieto durante largo tiempo. Se internó en la cueva unos pocos metros, los justos para encontrar un par de enormes pedruscos de piedra dura. Los sujetó en su mano durante unos breves instantes, hasta que decidió que eran adecuados para la tarea que quería realizar. Después, se sentó de nuevo en su asiento de piedra, y procedió a golpearlas una contra la otra, sin parar, una vez y otra vez. Recordaba las técnicas que había aprendido de los artesanos moches: golpes fuertes, pero con control; apuntando, concentrando la fuerza en un punto. Las lascas de piedra saltaban despedidas en todas las direcciones. Su obra iba cobrando forma despacio, minuto a minuto, hora tras hora. Y, tras mucho tiempo empeñado en su labor, finalmente sostuvo entre sus manos un afilado cuchillo de piedra.  

Era tosco y sin ninguna decoración, a diferencia de los que se usaban en su aldea para diferentes rituales y sacrificios. Sin embargo, era idóneo para lo que se proponía a realizar. Se levantó, despacio, consciente de que sus actos iban a ser algo irreparable, algo cuyo resultado iba a quedar grabado para siempre; sin ninguna vuelta atrás. Sin ningún escape. Encogió sus alas junto a su cuerpo, casi escondiéndose en ellas como si fueran la tela de un capullo del que fuera a emerger un ser completamente nuevo. Alzó la mano con el cuchillo fuertemente sujeto, lleno de calidez. Sin pensárselo un solo instante más, bajó el filo hasta alcanzar sus plumas.  

El dolor viajó a través de su espalda como un latigazo, de arriba a abajo y de vuelta, una y otra vez. Gritó, lloró, apretó los dientes con fuerza, pero no se detuvo. Si se paraba para pensar, quizás no fuera capaz de terminar. El cuchillo se clavaba en la carne, y la sangre manaba como una fuente, constante, a borbotones que se llevaban sus fuerzas, bebiéndose su energía. Las lágrimas le nublaban la vista, pero eso tampoco le detuvo. Pensó en Aia Paec y en Shi. En Ni y en Fur. En An Alaec y en Passec. Sobre todo en él. Mantuvo la imagen del muchacho presente en su cabeza, como un recordatorio, apoyándole, dándole el impulso que le faltaba. Cuando por fin terminó, se arrodilló gritando y golpeó varias veces al suelo, rogando que cesara el dolor. Levantó la vista, y observó sus alas ensangrentadas, tiradas en el suelo, inertes. El Sol comenzaba a ponerse por detrás de los picos, y sus luces tenues iluminaban las plumas mortecinas. Una vez el dolor desapareció, siguió llorando durante toda la noche.  

Passec le esperaba a la entrada del poblado cuando por fin regresó. Si se sorprendió al ver a Rijkrallpa sin sus alas pegadas a la espalda, no dijo nada. Simplemente se acercó a él y le abrazó. Ninguno dijo nada durante unos momentos. Solo disfrutaron el uno del otro, de su presencia, de su contacto. Por fin, el joven muchacho rompió el silencio.  

-Has regresado. –Sonrió con gesto cansado. –Sabía que regresarías. Por eso te esperé aquí.  

-Te quiero, Pessac, hermano. –Contestó simplemente el hombre nuevo.  

-¿Qué te ha hecho decidir? 

-Fuiste tú, Pessac. –Rijkrallpa posó su mano en el hombro del moche. –Me has hecho ver. Me has hecho aprender. Me has hecho conocer. –Antes de continuar, miró hacia el cielo, disfrutando de los tonos rosados del amanecer –Me has hecho vivir. 


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